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Barullo en papel La entrevista

Alberto Giordano, de crítico a autor

Foto: Sebastián Vargas

Flanqueado en su estudio de barrio Martin por cientos de libros y cedés, con ritmo de jazz de fondo, el doctor en Letras Alberto Giordano revisa el punto de inflexión en su escritura (y en su vida): dejar el traje de crítico de obras ajenas lo llevó a construir la propia, hablando de sí mismo. Pero ni las escrituras del yo, si fueran una música, se bailan solas; por eso describe su acercamiento a los textos autobiográficos y a la vez se mete con un mundo universitario al que encuentra demasiado rígido, con las formas de habitar la escena literaria y armar el canon, con sus admirados Manuel Puig, Juan José Saer y César Aira, ese amigo que llegó a transformarlo en personaje de la novela fantástica Los misterios de Rosario

Al “berretín de figurar” se le suma la intención de ser leído más allá de la academia, ámbito que domina porque desde hace tres décadas ejerce en la Facultad de Humanidades y Artes de la UNR. Como profesor de teoría literaria se define “en crisis por ambición excesiva” pues sueña con un vínculo pedagógico que supere la transferencia de contenidos y si esa transformación no se da –si la melodía se detiene– siente que fracasa. Giordano (Rufino, 1959) va al encuentro de otros cuando escribe con exquisita pluma, dicta clases o critica, lo que no implica que en el medio de la pista alguno reciba un pisotón o una mirada reñida con la corrección política. Por caso los corpus determinados por prescripciones de la época “ya que sin deseo no hay saber sino reproducción” y el resentimiento de los escritores que la universidad ignora, a quienes sugiere amorosamente que se dejen de hinchar porque “es lindo si te enseñan, pero más que te lean”. Ya es hora de bailar, con todos y contra todos.

‒¿Te hacen muchas entrevistas?

‒No. Como soy académico es raro que de un diario me pregunten sobre un ensayo, y eso que me gusta hablar de mí y mostrar lo que hago. Hace unos años me propusieron una entrevista para TV sobre literatura de Rosario y pensé: “Yo no sé un carajo de este tema, no es mi especialidad como para (Eduardo) D’Anna, por ejemplo”. Me hice la idea de que iba a aparecer como crítico, pero lo primero que me preguntaron fue cómo segmentaba la literatura rosarina. Les dije: “Esto es un malentendido”. Y ahí terminó la cosa. O sea, tanto me gustan las entrevistas que estoy dispuesto a aceptar una sin tener nada para decir.

‒Bueno, en esta entrevista para Barullo no hubo adelanto de los temas a tratar.

‒Es diferente. Entonces no existían las redes, que me permitieron encontrarme con mucha gente, intercambiar materiales. Escribir posteos en Facebook con la idea de que fueran recuperados en un libro fue una bisagra como no hubo otra en mi escritura. Se me abrieron posibilidades. Ahora soy autor de textos autobiográficos; en realidad ya era autor de ensayos y si escribía sobre Patrimonio, de Philip Roth, un libro hermoso sobre la relación con el padre, aprovechaba para una digresión sobre mi paternidad o para traer el recuerdo de mi papá. Lo que escribo ahora de mi papá ya lo puede leer cualquiera.

‒Hubo una apertura.

‒Sí, enorme. Me cambió la vida de una manera radical. Por eso hoy no tengo inquietud, creo que no va a ser una entrevista solo a un profesor.

‒¿Te definís prioritariamente como ensayista, teórico, docente, autor?

‒La figura del ensayista me encanta desde mis comienzos como profesor e investigador. El ensayo en tanto búsqueda, la idea de que no escribís para comunicar un saber sino para saber (saber si podés escribir, saber algo del tema). Un ejercicio en el que se ponen a prueba la teoría, tus capacidades, tus vínculos, la institución en la que estás.

‒Un espacio de mayor libertad.

‒Sí, también de mayor compromiso y riesgo. A veces tenés que sacarte de encima la teoría. Y prestar atención al cómo, porque en el ensayo la escritura no es un instrumento de transferencia. Mis referentes eran (Roland) Barthes y (Oscar) Masotta, críticos y escritores. Me gusta que el crítico no sea un metodólogo sino que tenga con el lenguaje un vínculo parecido al de un escritor, porque eso lo saca de un lugar parasitario. El especialista es una idea muy propia de lo académico, donde avanzás en la medida que te especializás.

‒¿No te sentís especialista en algo?

‒En mí, como dice Savater en su autobiografía. Durante un tiempo fui especialista en Puig por mi tesis doctoral, iba a los congresos y exponía. Pero siempre me sentí como un impostor dentro de la universidad. Para empezar no hablo otra lengua, como se supone debe hacerlo un investigador del Conicet. Leo francés y portugués pero soy muy tímido, solo hablo argentino. Mis colegas se tomaron el trabajo de aprender otras lenguas, además de otros trabajos que yo no, por ejemplo “para escribir sobre tal tema hay que conocer toda la bibliografía”. El orden académico está lleno de consignas motivadoras, también inhibitorias. Aunque doy clases de teoría literaria no soy un teórico porque no tengo ninguna teoría, sí lo que yo llamo sensibilidad teórica para relacionarme con la literatura, con una conversación, con un discurso político y que se revele su carácter curioso e inquietante. La teoría me identifica para bien o para mal. En mi materia, Análisis y Crítica II, la primera clase se llama “Elogio de la teoría”.

‒Te gusta ser profesor…

‒Me encanta, aunque vengo con una crisis por ambición excesiva. El encuentro con un profesor te puede transformar, a mí me pasó y quiero repetir eso pero muchas veces fracaso. Intervenir para mejorar la vida de alguien, abrir una posibilidad o transmitir entusiasmo es muy lindo. En cambio, para evaluar soy pésimo; me cuesta bochar, sancionar. A los estudiantes los querés, son como hijos, es un vínculo de mucho cariño. Me gusta la figura del entrenador, la de potenciar lo que veo en alguien. El problema es con el alumno al que no le interesa la materia y establecés una relación más escolar. Cuando no preparan bien el examen no siento ganas de castigarlos sino desazón.

‒La gente no sabe que el docente tiene esas emotividades.

‒Sí, yo además las tengo exacerbadas. Según los estudiantes soy ansioso porque pretendo que digan “¡Ay, qué maravilla!” sobre algo que les estoy enseñando y quizás eso pase recién dentro de cinco años. Me frustro muy rápido, me cuesta aceptar que el otro esté en falta. Durante mucho tiempo me definí como un profesor que escribe, por ejemplo en un ensayo sobre María Moreno intento responder a la obra de ella y enseñar algo desde la escritura, ya no desde la verborragia de la clase (hablo demasiado, creo que no como quien se las sabe todas sino justamente como un profesor, porque siento que siempre tengo algo para decir sobre lo que me interesa).

‒¿Y la figura del crítico?

‒Me abracé a ella cuando era estudiante. Quería ser alguien que al escribir sus lecturas transmite o realiza un cierto saber, no un crítico que enjuicia o arma el canon; esas funciones institucionales no me interesaron nunca. Para mí la crítica debe ser un modo de conversar con la literatura, una especie de caja de resonancia para que algo que dice la literatura resuene de otra manera. No sé si lo logro pero me gusta más que la idea de conocer una obra. En una obra hay experimentos, tentativas, y la crítica debe activarlos. La literatura lo hace, por supuesto: Saer leyó a Faulkner y pone en obra a Faulkner en su propia obra. La crítica tendría que hacer algo parecido con conceptos y argumentos.

‒¿Cómo ves la crítica literaria y cultural en la ciudad?

‒Hay una crítica no ensayística muy fuerte que solo se conoce en el ámbito académico. Desde que me fui alejando tengo una mirada escéptica, irónica, dura, de la academia. Me estoy por jubilar y hace años dejó de interesarme hacer una carrera, en coincidencia con otros intereses en cuanto a la escritura y a relacionarme con públicos diferentes. Como en un matrimonio cuando uno deja de amar al otro y lo ve insoportable, noto qué endogámicos y burocráticos son los académicos, cómo les importan las jerarquías. No quiero tener poder y el mundo académico es de disputa de poder. Lo que siempre pretendí en mis trabajos fue escribir para ingresar al Conicet como investigador, pero que también lo leyese Saer y advirtiera mi sintonía con su obra. Entonces está la crítica como práctica de conocimiento reglamentada por un marco institucional y está el ensayo, al que la universidad inhibe y puede castigar por subjetivo. ¡Y sí, el vínculo con el arte debe ser subjetivo! Al transmitir a mis alumnos la obra de María Moreno intento responder al impacto que me causó, no estudiar el canon actual de la literatura femenina, el gesto académico de meter todo en una bolsa para estudiarlo y armar un corpus.

‒El famoso corpus.

‒A la crítica académica le reprocho que no sale de la idea de corpus. Me encanta que alguien lea a Selva Almada porque le copó y se pregunte cómo responderle a ese mundo, no que sin haberla leído escriba sobre las narradoras argentinas porque la agenda lo indica. Si solo respondés a la agenda, va a ser una cagada.

‒¿Cuál es el lugar del deseo?

‒Ponerlo en juego porque sin deseo no hay saber sino reproducción, alienación.

‒En ese sentido, ¿cómo ves la relación entre los autores contemporáneos, en especial rosarinos, y la facultad?

‒En estos años hay más vínculo. A fines de los años 80 publiqué en La Capital circunstancialmente: a (Gary) Vila Ortiz le gustaba Borges, así que aparecían artículos míos a página entera; mi mamá los leía y se ponía contenta. Yo sabía que había un prejuicio sobre gente como yo porque no nos ocupábamos de los rosarinos; un día escribí sobre Ómnibus de Elvio Gandolfo, un libro hermoso, y dije: “Ya no me van a castigar tanto”. Luego supongo que me transformé en escritor rosarino al publicar los diarios. En ese momento no había tanta relación entre la universidad y los medios culturales, a lo mejor no era un problema.

‒O no se problematizaba.

‒Siempre tuve una pata más firme en la universidad que afuera, entonces me interesaba la discusión interna, no cómo nos veían. Para mí fue muy buena la experiencia del suplemento del diario El Ciudadano que dirigía Martín Prieto, Grandes líneas (1998/2000), porque integró. Está bárbaro que haya una correa de transmisión entre la universidad y la vida cultural, a veces no se puede no por intereses mezquinos y estúpidos sino por falta de condiciones, de lo contrario sería forzado o se transformaría en una suerte de principio de sanción. Años atrás el centro de estudios de literatura argentina que dirige Martín organizó las jornadas “La ciudad que yo inventé”, y ahora van por las segundas. Participan jóvenes investigadores que trabajan sobre corpus rosarinos, por ejemplo El Lagrimal Trifurca, Gandolfo… Hace veinte años no pasaba. De todas maneras no quiero tener una posición moral sobre qué hacer, una prescriptiva de estudiar cosas rosarinas porque estás en Rosario. Lo que sucede es que el funcionamiento académico es perezoso, responde con lentitud a lo que va pasando en la cultura. Muchos escritores a los que no se enseña se resienten; yo siempre les digo: “Tenés la suerte de ser escritor, dejá de hinchar. Tampoco le atribuyas tanto valor a eso. Además por ahí no te enseñan por ciertas razones, no porque decidieron no hacerlo. Es lindo si te enseñan pero más lindo que te lean”. La renovación de las currículas suele tener que ver con el estado de la cultura. Ahora se incorpora literatura escrita por mujeres, una especie de mandato moral-político que produce saturación: hay una cantidad enorme de coloquios, programas, proyectos de investigación sobre cuestiones de género, un efecto de la época. Traerá cosas buenas porque se van a leer autoras que antes no, pero ojo con la conminación. El otro día armando un curso para un público general sobre diarios de escritores, de entrada dije: “Dos varones y dos mujeres”. Me parece pésimo porque tendría que seguir como siempre, preguntándome qué me interesa, de qué tengo ganas.

‒El quid es cómo llegan las escritoras a ser interesantes si no acceden al mercado editorial, a la universidad…

‒No me gustan las maniobras culturales totalizadoras, así como en un momento todos teníamos que discutir sobre memoria y proceso. El fenómeno de mercado y género es potente; se diría que están separados pero la universidad es permeable al mercado. Hace poco fui jurado de una tesis de licenciatura sobre Camila Sosa Villada, le pusimos la nota máxima. Pero a la tesista le planteé que a su ensayo le falta perspectiva crítica porque la escritura disidente que se levantaba como bandera se ha transformado en mercancía. Eso no le quita fuerza pero estamos ante un fenómeno raro. En Netflix por ejemplo hay varias series sobre personas trans. Pasamos muy rápido de algo casi innombrable a algo que se grita todo el tiempo y uno se pregunta cómo manejarse. Ahí me parece importante un punto de vista teórico, para conservar un interés genuino sin alienarse en esta especie de marea homogeneizadora. No toda literatura escrita por una autora trans va a ser disidente, puede usar modos de escritura tradicionales y hacer una literatura convencional. Me encantan el pensamiento crítico y la disidencia, pero no como un valor espiritual superior al que todos debemos demostrar adhesión porque eso es policíaco, intimidatorio. No me demuestres que sos correcto (en la escritura) sino interesante.

‒Lo interesante es que apareció la pregunta sobre el armado del corpus.

‒No recuerdo una permeabilidad tan grande del mercado en lo académico como esta.

‒Pero acá influyen los movimientos sociales.

‒Ese sería otro factor, vi la transformación de los últimos diez años y hay que alimentarla. El mercado toma eso y lo transforma en mercancía, lo manda a Netflix. No demonizo al mercado, digo que tiene esa capacidad; ahora que lo social permee a la universidad me parece valioso: la universidad no cosifica la realidad social sino que le responde con pensamiento. El problema es que justamente la universidad interviene transformando en objeto, cerrando. En las carreras de Letras al canon, más que la tradición, lo dicta el mercado. Lo que leí de Sosa Villada no me pareció tan interesante y eso que el melodrama me encanta (hice mi tesis doctoral sobre Puig). Hoy hay intereses que no son genuinos, son oportunistas.

‒¿Cómo confluyen Puig, Saer y Aira en tu vida y en tu trabajo académico?

‒Puig, Saer y Roberto Arlt son los grandes novelistas argentinos, son extraordinarios. A Puig me acerqué como lector y me encantó que los sentimientos aparezcan de manera misteriosa, sin sentimentalismo. Yo crecí en una casa donde había muchas mujeres, mi papá estaba poco. Compartía con mis hermanas la música, las telenovelas.

‒O sea que Puig tenía que ver con tu mundo.

‒Claro. Su literatura capta muy bien ciertos dramas de la masculinidad, sobre lo que escribí bastante: también a los varones la presión de los estereotipos morales y sociales puede destruirlos. Casi todos los varones de Puig que son autoritarios y machirulos van a morir aplastados.

‒Ellos también sufren el patriarcado.

‒De una manera brutal y específica, no tan aparente. Al leer La traición de Rita Hayworth me identificaba con Toto, no por gay sino por raro. Es un poco mi historia, mi entrada a Rosario fue la secundaria y la pasé horrible por el bullying. La idea de que el raro por raro puede activar potencias creativas, ciertos modos interesantes de vida, eso está en la literatura de Puig. El uso raro de lo que te ofrece la cultura. Me interesa la forma en la que cuenta la historia; es muy creativo, eficaz y crítico. Es un fenómeno maravilloso, junta cosas muy diferentes. El amor por Puig no lo volví a sentir por nadie, ni por Arlt. Creo que sus literaturas son similares, no iguales; acontecimientos en la vida de un lector y en la literatura argentina transformadores.

‒Disruptivos…

‒Abren muchas posibilidades y cambian el estatuto de la literatura, ingresan a la literatura cosas que no habían entrado. Cambia de todo, hasta los modos de pensar cosas. A Saer lo empecé a leer ya en la facultad, fantaseando con ser crítico. Enseguida fue alguien que podía dialogar con mi formación teórica, me ayudaba a entender la teoría y la teoría me ayudaba a entenderlo. Con Puig tuve una relación más inocente, con Saer más intelectual e interesada. Pensé: “Sobre esto puedo escribir”. Son amores distintos. A Puig nunca lo conocí, a Saer lo crucé dos veces y fue muy decepcionante. En un paso por Rosario participó en una mesa que se improvisó en el marco de un congreso organizado por Nicolás Rosa. Yo hacía el papel de crítico académico y me ridiculizó. Le empecé a hablar sobre su cuento Verde y negro, como que le conté el argumento durante unos diez minutos. Y me dice: “¿Tanto tardaste para darte cuenta de eso?”. El salón de actos estaba lleno, yo tendría 28 años. Se rieron a costa mía, pero concluí que algo de razón tenía Saer.

‒¿Y Aira?

‒De los tres es el único amigo. Lo conocí como lector pero el enamoramiento fue a partir de una entrevista en la revista Pie de Página, donde afirmaba: “Nunca usaría la literatura para pasar por una buena persona”. Me dije: “Perfecto, hay que correr el riesgo para hacer algo interesante, creativo, con fuerza crítica”. Yo tendría 23 años y lo empecé a seguir. El reconocimiento le vino por añadidura y debió hacerse cargo, pero no cambió su escritura ni su conversación. Creo que no imaginó que podría vivir de su literatura. En los 90 era un croto y ya había publicado mucho. Como novelista a veces me gusta y a veces no, como pensador y ensayista me encanta. Después es un amigo raro que también se transformó en personaje de lo que escribo.

‒Y vos fuiste un personaje de él.

‒El grupo nuestro de Rosario fue su primera consagración académica y fue muy fuerte. Yo había escrito sobre La novela china y lo quería conocer, fui a Buenos Aires y lo invité a un congreso. Durante quince años vino a casi todos los congresos, le gustaba y ya tenía una rutina. Se enganchó con nosotros como puede hacerlo un novelista loco como él; vio ese mundo, sus márgenes, y lo transformó en un folletín de aventuras, distópico. Tomó cosas de lo que charlábamos y observaba para hacer una fantasía muy rara que me cuesta leer. Un día me pidió permiso para transformarme en personaje, pensé que iba a ser el héroe de una novela romántica… ¡Acepté con una alegría!  Se lo conté a todo el mundo, en especial a mi papá. Si un amigo te dice que va a escribir sobre vos pensás en un personaje encantador, no en un monstruo. Al libro lo vi ya editado, en el 94, con la mala leche de que estaba deprimido y todo me hería. Después me di cuenta de que no hacía falta leerlo con esa intensidad melodramática. Cuando se enteró de que yo me había puesto tan mal se puso mal también y le dio la novela a un psicoanalista. El tipo le dijo que no se preocupara, que era una ficción.

‒No es una novela realista, es fantástica.

‒Sí, claro, el personaje es petiso, gordo y rengo (al final pide ser alto, tener barba y lentes, como yo en esa época). Mi depresión no era por el libro, sino porque había empezado a querer separarme en mi primer matrimonio, eso lo entendí después. La novela no dice nada sobre mi separación, sí sobre mi vínculo matrimonial que yo leía en clave ominosa.

‒Te pone el dedo en la llaga.

‒Exacto, pero no cuando se burla. Por ejemplo está Alberto Giordano en el Monumento a la Bandera y tiene que pedir deseos, uno de sus amigos dice: “Que seamos talentosos”. Porque yo siempre repetía: “No somos talentosos; en todo caso inteligentes, que no es lo mismo”. Mi relación con Aira tuvo muchos avatares pero siempre fue agradable. Ahora voy a publicar un librito sobre nuestros encuentros y anécdotas.

‒¡Tenemos una primicia!

‒Sí, lo terminé esta semana y saldrá por la editorial Neutrinos. La conversación se ha extendido tanto que los acordes del jazz se apagaron, pero por lo visto Giordano seguirá bailando

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