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Barullo en papel

“Servian, El Circo” o viaje al interior de una carpa blanca

El circo es magia, es empresa, es pueblo itinerante. Es, también y fundamentalmente, familia. Esta crónica da cuenta de afectos, viajes y valores. ¿Cuánto pesa una herencia? ¿Cuánto la responsabilidad de sostener a un circo itinerante como oficio y tradición?

El lote 7-156, mensurado, unificado y cedido oficialmente a la Municipalidad de Rosario, es un inmenso espacio vacío. Un predio prolijo, pero vacuo. Con sus miles de metros cuadrados de puro césped, tentadora planicie inmobiliaria, hace del contraste una obscenidad: al este, el lote catastral limita con el brillo constructivo de las torres millonarias que (a fuerza de soja y blanqueo) tientan las ansias aspiracionales del piso con vista al río; al norte, cruzando apenas la doble vía de avenida Francia al 100 bis, se amuchan las casas bajas, chapa y ladrillo hueco, rancherío pobre que intenta resistir a las topadoras del progreso. Ahí, en el punto neurálgico que une el tránsito entre el centro operativo de la ciudad y su coqueto corredor costero, entre un escultórico barquito de papel y el desnivel que desde hace más de un siglo representa el pasaje Celedonio Escalada, el enorme predio vacío de árboles desnuda la desigualdad. En ocasiones, sin embargo, la impoluta inmensidad del predio municipal es el punto exacto donde sucede la magia.

         Como el pasaje Celedonio Escalada, “Servian, El Circo” carga consigo una historia centenaria. Una tradición familiar que se va encadenando en generaciones pero que comenzó a forjar su nombre propio a principios de los 90, cuando Jorge Yovanovich, con poco más de 40 años, decidió iniciar su propio camino, despidiéndose del Gran Circo Australiano de su padre. Más de tres décadas después, Jorge delegó en su hijo (Cristian) y sus tres hijas (Ginett, Ivana y Gabriela) la organización de una imponente empresa cultural e itinerante. Esa empresa que, en apenas cuatro días y mágicamente, puede convertir en pueblo a un lote inanimado.

         Cuarenta semirremolques, treinta casas rodantes y una llamativa variedad de camiones conforman el perímetro. La distribución del pueblo rodante se ajusta o amplía según las dimensiones del espacio. En Rosario, el lote 7-156 permite un despliegue amplio. El montaje es preciso, cuidado, coreografiado. El esquema de trabajo se sostiene en cada ciudad o pueblo: culminadas las funciones en una localidad, el desarme implica cuatro o cinco días y, luego de un fin de semana de descanso, vuelve a ponerse en marcha la construcción. Columnas, cables, poleas, gradas y butacas de origen francés van ensamblándose con precisión. Como epicentro de la comunidad, uniéndolo todo, se eleva la bellísima carpa blanca de factoría italiana. Es el castillo del pueblo.

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“Para nosotros el circo es una responsabilidad grande. Semana a semana, hay muchas familias que dependen del circo, no solamente las que viven con nosotros, sino también artistas para quienes alquilamos casas, tenemos oficinas en distintos lugares del país, contadores, abogados, gente de comunicación, de marketing. Muchísima gente trabaja para el circo, es mucha responsabilidad”, explica Cristian Servian, director artístico del circo. Tiene 46 años. Cinco más que los que tenía su padre cuando decidió crear su propia compañía itinerante. Casi la misma edad que tenía su abuelo cuando, a su vez, también decidió abrirse camino. A diferencia de sus antecesores, Cristian se mantuvo como parte esencial en el entramado de la empresa familiar en la que se crió y a la que ahora le debe compromiso y responsabilidad. Consciente, además, de que el legado debe ser transmitido: “Gracias a Dios sabemos que como tenemos tanto respeto por el público, nos sigue respondiendo. Es como la nafta que nos da energía para poder seguir adelante, y que las nuevas generaciones tomen eso”.

         Porque “Servian, El Circo”, es el pueblo itinerante y la industria cultural pero, también, un legado que tiene sus orígenes en la Yugoslavia de principios del siglo veinte, punto de partida para un grupo de familias inmigrantes que bajó de los barcos con su oficio de saltimbanquis. Un séquito de lanzafuegos, magos, malabaristas y, también, animales. Yugoslavos y yugoslavas de la actual república de Serbia. De allí el nombre. Pero esa es otra historia. Es la historia de Jorge. Y también la de Elena, la figura en las sombras que todo lo nuclea. La reina del reino.

Sebastián Vargas

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Fue en San Juan. Jorge Yovanovich conoció a Elena antes de imaginar que se convertiría en Servian. Tampoco imaginaba que tendría un hijo, que nacería en Cañada de Gómez y que no podría inscribirlo con ese nombre: Servian. Jorge tenía 20 años y era parte del circo familiar de su padre. Una generación más en el linaje de inmigrantes yugoslavos de los que heredó oficio cirquero y vida itinerante. El joven Jorge Yovanovich, nacido en el circo, ya conocía las dificultades de abrirse camino: cuando su padre decidió montar su propia compañía, la falta inicial de trabajo lo llevó a lustrar botas en las estaciones de trenes, a cazar palomas para la cena. Con el tiempo, cuando el circo de su padre comenzó a tomar forma, inició la etapa de aprendizaje.

“Yo nací y me crié en el circo. A los ocho años trabajaba con pumas. A los diez empecé a vender caramelos y después mi padre me enseñó a hacer de payaso. A los catorce comencé a hacer números de equilibrio con el blondín, a cuatro metros de altura. Después fui arrojador de cuchillos, trabajé con osos, con el canguro boxeador que tenía mi padre en el Circo Australiano. Siempre amé al circo, lo sigo amando y lo amaré hasta la muerte. Tengo mi casa, mi comodidad, pero mi vida es el circo”, resume Jorge, el creador de Servian, sentado en una de las mesas del amplio espacio de ingreso, alfombrado, del circo que ahora lleva adelante su descendencia. A sus setenta y dos años, Yovanovich podría descansar del trajín en su casa de San Juan, pero prefiere la vida en el pueblo itinerante. La cercanía con su familia, las cenas y almuerzo en la casilla comedor que diseñó para que se convirtiera en punto de encuentro. Allí donde Elena reina.

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Elena Dupoux, sanjuanina, sin antecedente circense alguno, tenía dieciséis años cuando se enamoró del joven cirquero. De Jorge, claro, que más de medio siglo después lo sintetiza cómplice: “El hombre de circo busca un amor en cada puerto, pero con ella el barco se quedó en casa”.

         La anécdota cuenta que fueron dos meses de noviazgo, un pedido de matrimonio y un rechazo parental que motivó un escape. Un amor embarcado y fugitivo. Con policías, jueces y final feliz: Elena se casó con Jorge para, casi veinte años después, terminar acompañando a su marido en la creación del circo propio, que desde hace tres décadas la tiene como eje espiritual.

Ailén Servian es hija de Ivana, nieta de Jorge y Elena (que tienen, en total, ocho nietas y nietos). Es una de las artistas principales de El gran sueño, el espectáculo conceptual que, después de trece años, volvió a reunir a Servian con la ciudad de Rosario.

Faltan pocos minutos para que comience la función y Ailén se maquilla en el trailer-vestuario, un acoplado inmenso que se incrusta en la carpa detrás del escenario, allí donde los espacios son reducidos y los movimientos rápidos y precisos. Rodeada de vestidos, brillos, bailarinas, acróbatas y espejos, la joven artista no duda en definir las jerarquías: “Mi abuela es impresionante. Es el estandarte de la familia. Ella ha pasado muchas cosas en el circo. Tiene mucha fuerza. Siempre vamos a comer a la cocina comedor para verla a ella, que tiene eso de hogar, de familia, de calma, de amor”.

“Que hayamos podido mantener unida a la familia es, en un ochenta por ciento, por mi señora, por Elena –reconoce Jorge–. Tiene un carácter muy especial para llevarnos a todos, hasta a mí y mi forma de ser. Hay que manejar el carácter de cada uno… ¡apa! A las doce y media, una menos cuarto, nos juntamos todos en la casilla que tenemos como cocina comedor. Ella a las diez y media ya comienza a cocinar y ahí nos juntamos todos. Sabe los gustos de cada uno. Siempre somos doce, trece o catorce, y cuando está mi hija Ginett, que ahora está en Las Vegas, somos más. ¡Y siempre viene algún invitado! Mucha gente que no conoce la vida de circo cuando ve una mesa así se sorprende. Incluso amigos de circos extranjeros están tomando también esta idea nuestra de la casilla-comedor”.

“Mi mamá es una pieza fundamental –refuerza Cristian–. Porque mi viejo ha sido un personaje muy trabajador, que no he visto en los circos, era exagerado lo que trabajaba, demasiado. Tenía una vida con un ritmo muy acelerado. Mi mamá fue la que siempre pudo calmarlo a él, darnos a nosotros tranquilidad y consejos. Ha gastado horas en sentarme y explicarme cómo tenía que actuar, porque por ahí uno de adolescente se empieza a confundir, entonces nos transmitía la importancia del respeto, cómo tratar a los mayores, la humildad, el ser solidarios. Mi mamá es fundamental. Es la que ayuda, la que cuida. Si bien mi papá ha sido la cabeza, el que puso el hombro, el visionario, ella, atrás, fue una pieza fundamental”.

El circo es magia, es empresa, es pueblo itinerante. Es, también y fundamentalmente, familia.

Gentileza Circo Servian

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Antes de nacer, Ailén ya estaba subida a un trapecio. Con seis meses de embarazo, su madre se balanceaba en las alturas. “Le encantaba, se sentía bien. No hacía dobles, o mortales, pero estaba ahí arriba. Lo llevamos en la sangre”, dice la joven trapecista, que a los seis años hacía sus primeras piruetas en la cama elástica. La infancia en el circo es un enorme terreno de juegos y destrezas donde cada quien va perfilando su destino artístico por gusto o talento. En su caso, Ailén probó con la tela y el aro, y tuvo sus primeras actuaciones con un número de percha junto a su padre y su hermano. A los dieciséis años, la llegada del artista Gastón Elías, trapecista en el Cirque du Soleil, significó su fascinación por el trapecio y, de inmediato, dos años de entrenamiento y formación que derivaron en el número que presenta en El gran sueño, uno de los más celebrados dentro de un espectáculo de alta calidad. “Es un número de altura difícil –explica–. Te tiene que gustar, viene de la mano con eso. Porque mientras lo practicás te golpeás, duele, cuesta. Y también está el miedo. Por eso es importante tener a alguien que te ayude, porque si estás con miedo sin saber qué hacer… un profesor te transmite tranquilidad”.

La llegada de artistas destacados funciona así con un doble rol: por un lado, suma novedad y calidad a la propuesta artística; por el otro, abre la posibilidad de generar instancias de capacitación en nuevas destrezas. “El tema es que cada vez es más difícil poder traer artistas de afuera”, explica Cristian Servian, director de un circo que, por su calidad, es atractivo para los jóvenes talentos que encuentran allí puestos de trabajo y posibilidades de crecimiento. “En la actualidad vienen bailarinas, clowns, acróbatas, gimnastas, artistas callejeros –detalla–. Hay muchos que se hacen muy fanáticos y no pueden vivir sin el circo, otros tienen la ventaja de hacer la doble vida: tener sus actividades, o trabajar en un comercio, y venir a hacer funciones con el circo. Pero el cirquero de cuna eso no lo puede hacer, se va del circo y se muere”.

La diferencia entre cirqueros de cuna y artistas de paso se hace notar. Es inevitable. Es histórico. “Antiguamente, cuando alguien se sumaba queriendo hacer algo adentro del show, el cirquero de tradición no lo miraba bien, era un poco egoísta en ese sentido, hacía que pagaran el derecho de piso –admite el director–. Tenían que limpiar las jaulas de los animales, clavar estacas para armar el circo. Y se iban ganando su lugar, algunos lograban ser encargados del circo, capataces, payasos, trapecistas, han tenido salida laboral a distintas partes del mundo. El circo tiene eso: gente muy humilde ha cambiado su vida”.

Como circo formador, el Servian recibe y ve partir a muchos talentos. Es una dinámica propia del rubro. Mientras prepara el pororó para la primera función de la tarde, Paola cuenta su historia: cirquera de familia, se ocupa de preparar y atender el puesto de ventas de gaseosas, copos de nieve y tentaciones infantiles varias, en la que representa otra de las bocas de ingreso necesarias para el funcionamiento de la empresa. También su esposo Claudio (“que trabaja con los camiones”) tiene linaje cirquero. Paola y Claudio tienen dos hijas y un hijo, de nacimiento y crianza circense, que encontraron camino en el exterior: mientras la casa rodante familiar es parte del pueblo Servian en Rosario, sus hijas e hijo trabajan para compañías en China y Alemania.

Las monedas extranjeras y circuitos artísticos con mayor respaldo estatal resultan tentadoras para la comunidad artística. Así lo explica Marcelo Palma, creador y director de la Escuela Municipal de Artes Urbanas de Rosario, un espacio de formación público de características únicas en su tipo. Una institución que nació de la mano de un fuerte anclaje barrial. “Esto es una profesión. Muchos estudiantes de la Escuela están trabajando ahora en Europa. Pero además el 90 por ciento de nuestro cuerpo docente está conformado por exalumnes. Nosotros empezamos en el 2001, en Villa Banana, y por ese entonces era muy difícil encontrar docentes. Hoy muchos de nuestros docentes son de ahí, de Villa Banana”, destaca Palma, que durante el paso por Servian en Rosario aceptó la invitación a presenciar las funciones de El gran sueño: “Fuimos con el alumnado, con los chicos del barrio. Nos gustó mucho. Personalmente me gusta que el circo tradicional se mantenga, que esté el payaso, las rutinas que tienen. Me encanta esta gente que viene de tradición, de circo familiar, que se pasan los números, porque mantienen la rigurosidad. El circo moderno, de búsqueda, de laboratorio, tiene sus pros y sus contras. El circo tradicional que mantiene el payaso, el maestro de pista, me parece que le da una continuidad muy importante. En Europa no hay muchas compañías familiares”.

         Como con los futuros artistas circenses que dan sus primeros pasos en la Escuela de Artes Urbanas, desde Servian mantienen una política de invitaciones que posibilite también la visita de chicas y chicos de bajos recursos. Como a la pibada del barrio de avenida Francia al 100 bis, con quienes compartieron vecindario durante los cuatro meses de estadía en Rosario. “Apenas llegamos les dimos la posibilidad a los chicos del barrio para que vinieran –grafica Cristian Servian–. El otro día había dos chiquitos pidiendo en el semáforo, me preguntaron a qué hora era la función y les dije que vinieran y preguntaran por mí, para que pudieran pasar. Hacemos eso. De hecho en Rosario primero íbamos a hacer doce únicas funciones, íbamos a seguir a Santa Fe y después teníamos compromisos con Uruguay. Pero sumamos funciones, incluso nos fuimos al Antel Arena Montevideo, hicimos cinco funciones en cuatro días, y volvimos a Rosario para hacer vacaciones de invierno. Eso es todo lo que nos dio el público de Rosario, toda la gente que hizo que estuviéramos cómodos en una ciudad a la que teníamos muchas dudas de visitar, porque por lo que se ve por la tele no la podés ni pisar. Y sinceramente apostamos a estar acá, y en el mes de agosto, mes del niño, buscamos darles la posibilidad para que pudieran venir al circo a chicos de barrio, de comedores escolares, también hicimos un convenio con Cáritas. Son chicos que a lo mejor no conocen ni el Monumento a la Bandera. Comercialmente no es negocio, pero lo hacemos para que ellos se puedan quedar con ese recuerdo de haber podido venir por primera vez al circo. Porque seguramente ese recuerdo se les graba y cuando tengan sus hijos van a volver, para recordarlo. Por eso creo que el circo no va a morir jamás”.

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Apostar a futuro grabando recuerdos: como política económica-empresaria, la de Servian es una decisión casi exótica. En el imperio del capitalismo salvaje, hay resquicios para un romanticismo que se prueba sólido. El director no especifica detalles, pero deja en claro ciertas decisiones: “En un predio como este en el que estamos, en un circo que está alfombrado, con buen sonido, con buena iluminación, con una carpa italiana que fabricó la empresa Canobbio, podríamos cobrar las entradas a partir de 15 mil, 20 mil pesos. Pero ponemos también entradas desde 5 mil pesos, para que una familia pueda venir igual. Porque el circo va a seguir siendo un espectáculo popular, a pesar de los shoppings, de la tecnología, de las distintas ofertas. El circo tiene esa magia que va a hacer que no desaparezca”.

Con una carpa con capacidad cercana a las dos mil personas, la propuesta de “Servian, El Circo” pasó de las doce funciones previstas originalmente a mantenerse en cartel durante cuatro meses. “En lo que respecta al público fue realmente variado. El tiempo de permanencia fue clave para que esto sucediera”, analizan Verónica Palacios y Pilar Idoate, de Dosdosuno Prensa, la agencia de comunicación local que acompañó a Servian durante su paso por la ciudad.

Después de haber trabajado con el Cirque du Soleil, la agencia tuvo su primera experiencia con una compañía argentina. “Para el Cirque du Soleil la comunicación local es fundamental. Respecto a nuestro trabajo, identificamos que los circos tradicionales que giran por Argentina no contratan servicios de comunicación integrales cuando llegan a una nueva ciudad. Sin embargo, Servian decidió sumarnos como equipo de comunicación durante su estadía en Rosario. El desafío fue grande, trabajamos junto a una compañía-familia de altísimo nivel y logramos sostener en cartel funciones con una excelente convocatoria durante cuatro meses. A diferencia de Soleil, por ejemplo, que no superó los dos meses en nuestra ciudad. Sólo en vacaciones de invierno en Servian se llegó a 35 mil espectadores y en su estadía total superaron los 200 mil. Fue un suceso. Los comentarios que recibimos por parte de la prensa fueron realmente positivos. Y el público en general salía maravillado de las funciones. Vimos muchos adultos mayores disfrutando luego de muchos años de no ir al circo, disfrutando de una función que realmente cumple con toda la franja etaria del público”, destacan las comunicadoras.

Con un largo recorrido en el rubro, desde Dosdosuno valoran, además, esa política generadora de recuerdos: “Servian invitó a más de cuatro mil niños y niñas de bajos recursos a las funciones. Y también recibimos muy buenas críticas por la función distendida, porque fue la primera vez en el país que un circo adaptó una función para personas neurodivergentes. Además de niños y niñas con distintas condiciones, asistieron personas adultas que tampoco encuentran en la ciudad espacios de entretenimiento adaptado. Además el circo no sucedió sólo en la carpa, sino que fue a visitar a los más chicos al Hospital de Niños Víctor J. Vilela y a los adultos mayores al residencial provincial de calle Ayolas al 300”.

Dentro de la carpa, la función ya arranca risas y aplausos. Jorge Yovanovich sabe que no necesita supervisar las acciones, pero está cerca, atento, recorriendo el predio. Sabe que la maquinaria funciona sosteniendo los códigos y valores que él y su mujer, Elena, lograron imponer. “Como hombre viejo, estoy orgulloso. Pero te acobarda un poco que en un país tan rico estemos sufriendo para poder lograr lo que uno quiere. Lo mío ya está pasando, pero pienso en mis hijos, en mis nietos, para que puedan tener continuidad y llevarles alegría a todos los millones del país. Nosotros llevamos alegría a las familias, es el espectáculo más sano que está quedando en el mundo. Yo salía a vender caramelos, frutas, salíamos a lustrar zapatos en San Miguel, en Merlo, en Morón, en las estaciones de trenes. Uno tiene calle, y trata de ser humilde, de ayudar en lo que se pueda a la gente. Pero la gente ha cambiado mucho. Uno siempre busca el bueno y no el malo, tratamos de estar con la gente buena, honesta, humilde”.

De eso se trata en “Servian, El Circo”. Pese a las dificultades propias de un país impredecible, a la falta de políticas públicas de apoyo a las industrias culturales y creativas, la empresa familiar apuesta a futuro compartiendo alegría. Con esa lógica logró sobrevivir a diversas crisis. Y también a cambios inesperados.

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Como su abuelo Jorge, como su tío y tías, como su madre, Ailén se crió en el circo. Sin embargo, el pueblo itinerante de su infancia ya no es el mismo: “Uno de los principales recuerdos que tengo de mi infancia es mi papá con los animales, en la caballeriza. Más que visual es el recuerdo del olor a pasto, a los caballos, a los animales. Me acuerdo que iba corriendo a abrazar a mi papá y tenía ese aroma a león, a mono, a animales. Y estaba el olor a aserrín. Cuando huelo aserrín me acuerdo mucho de mi infancia, porque antes en vez de alfombra el piso estaba todo lleno de aserrín, que era complicado cuando la gente fumaba. Pero las cosas van cambiando. Todo va evolucionando”.

Cristian y sus hermanas también se criaron junto a una fauna variada. Sin embargo, a partir de la sanción de normas que prohibieron la utilización de animales en espectáculos de circo, debieron desprenderse de sus mascotas. Peligrosas, claro, pero mascotas al fin. Porque la vida en el circo es, también, una vida de riesgos. Y Cristian Servian es un ejemplo de ello: con apenas cuatro años, un cachorro de león (de casi dos años y apenas noventa kilos de peso), intentó jugar con el chico agarrándole la cara con las patas delanteras para atraerlo a su jaula. Mientras ensayaban un número sobre el escenario, las bailarinas gritaron alarmadas y, sin saber que era su hijo el que estaba atrapado, Elena acudió al rescate. En su intento por abrir las garras del cachorro, metió un pie en la jaula y despertó la reacción de otros dos leones. Lo que pudo ser una tragedia sólo dejó marcas visibles y permanentes, una anécdota y la constatación de riesgo. Pese a todo, para el pueblo itinerante, cada animal era, también, parte de la familia.

         “En Servian trabajaban con muchos animales. Yo tengo un gran recuerdo, un gran cariño. Eran otras épocas…”, apunta Carlos Cossia, el veterinario y exconcejal que fue, además, el médico de cabecera de esa fauna circense. “Mi profesión me lleva a tener la obligación de atender a todos los animales, así sean salvajes, en cautiverio, domésticos. Es la función médica a la que dediqué mi vida. En el caso de Servian efectivamente era así, había mucho amor por parte de ellos a los animales. No era yo nadie para ponerme a medir si debían estar o no en cautiverio, mi función era médica, pero conozco que los mantenían con buena higiene, con buena alimentación, siempre estuvieron a disposición de salvarles la vida con lo que nuestra ciencia permitiera. Siempre por parte de ellos vi muy buenas intenciones. Y a mí esos animales me enseñaron a ser humano. Aunque parezca mentira, siempre recibí por parte de esos animales agradecimiento y cariño. Percibían que pasado el momento médico era uno el que había calmado el dolor o solucionado algún inconveniente. Me han tocado momentos muy lindos, poniendo la mano a través de la jaula y que ellos me la lamieran. Los que entendemos a los animales sabemos que eso es un agradecimiento”.

Pese al instinto salvaje que le dejó marcas permanentes, Cristian Servian también extraña aquellos tiempos: “No es que compramos un circo, trajimos un payaso y compramos leones. Nuestros animales eran nacidos en cautiverio, desde la época de mi abuelo, de mis bisabuelos, descendientes de los yugoslavos que vinieron de la vieja Europa con la cultura del saltimbanqui, de los juglares que trabajaban en la calle con animales, con un oso, un mono, un poni, que pisaban vidrios, tiraban fuego y hacían malabares y pasaban el sombrero. Así comenzaron. Cuando salimos con nuestro propio circo los animales fueron teniendo crías. Era vivir para ellos: ver que se reprodujeran pero que no se cruzaran entre parientes, que el oso tuviera su pileta con agua, el mono su calefacción. Son como bebés para los que uno tiene que estar las veinticuatro horas, con gente capacitada para atenderlos. Nuestro veterinario de cabecera era el doctor Cossia, que atendía los animales de mi abuelo, de mi padre. Y nosotros siempre conociendo sobre el tema. Cuando vimos que la campaña en contra de los circos con animales era tan fuerte lo sufrimos. Inclusive en 2006 pudimos venir a Rosario con los animales, en la Rural, y fue un éxito, teníamos un león que andaba arriba de un caballo, cachorros de tigre, un chimpancé. Era un gran zoológico, pero con el tiempo tuvimos que desprendernos de los animales. Algunos están en el Zoológico de Luján, otros en Paraguay, algunos en reservas. Pero nadie quería agarrar nuestros animales. Nos costó. Porque no se legisló, se prohibió directamente. Y hoy lo entendemos, pero los extrañamos”.

En un zoológico del interior de la provincia de Buenos Aires, un chimpancé de cincuenta años pasa sus días sin el circo. “Es como un hermano para mí”, dice Cristian, que cuando tiene la oportunidad se acerca a visitarlo.

En un zoológico del interior, un chimpancé se encuentra con su viejo compañero de andanzas, y llora. “Y yo lloro con él”, confiesa el director de Servian.

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¿Cuánto pesa una herencia? ¿Cuánto la responsabilidad de sostener a un circo itinerante como oficio y tradición?

         “Es una presión hacerlo bien –reconoce Ailén–. Todos los días aprendo algo nuevo, en cuanto a lo administrativo, cómo llevar a la gente. Con errores, pero siempre buscando aportar algo más. Es algo familiar, y es muy lindo cuando se ponen todos con las ideas bien hechas y decidimos ir para adelante. Lo vemos con la carpa, con decidir adónde ir, ver que las cosas funcionan. No es un peso, sino un respeto. Porque están mi mamá, mi tío, mis tías y mi abuelo, obviamente, pero siempre aprendiendo de todos. Y con mi mamá, Ivana, como mi principal maestra. Y no me imagino sin el circo, porque es mi vida”.

         Para Cristian, el legado sólo puede funcionar si está atravesado por el propio placer: “Mi papá no me obligó a ser artista, me transmitió una pasión que sigo con todo el amor del mundo, y me encantaría que mis hijos y mis sobrinos pudieran seguir con esto. Y que se preparen. Porque lleva muchos años poder ser un gran artista, pero para poder manejar un circo hay que empezar muy de abajo, conociendo muchas áreas, y hay que tener también algo especial con la gente, porque son muchos los compañeros de viaje que están junto a nosotros. Lo principal que lograron mi padre y mi madre es un clima de armonía para que después eso se pueda trasladar al show. Para mí en particular, cuando me canso o me pongo fastidioso, pienso en mi viejo y tengo que salir adelante, porque tiene setenta y un años y sigue trabajando desde la mañana temprano con fuerza y amor. No sé si en un futuro las nuevas generaciones van a seguir teniendo ese amor. Si lo siguen teniendo, el circo itinerante va a seguir existiendo”.

¿Esa herencia es un peso muy grande?

–Lo que pasa es que para mí esto es la vida misma. No necesito que mi padre venga a enseñarme la teoría del circo, porque eso lo vi reflejado en su ejemplo y su enseñanza. El mensaje que él me deja es la conducta del trabajo, la disciplina. Ganar diez pesos e invertir veinte. Hacer las cosas bien, no desviarte del camino. Y ahora la tecnología ayuda, porque tenemos amistad con gente de circo de todo el mundo, entonces podés pedir un consejo y la ayuda es grande. Ese intercambio es mucho más fácil. Mi padre miraba revistas de circo para inspirarse y construir algún aparato nuevo. O rutinas de payaso que se iban pasando como legado. Ahora todo es mucho más fácil. Para mí no es un peso. Y hemos pasado por situaciones dificilísimas. Cuando mi abuelo se separó del circo de mis tíos, mi papá era chico, no les daban trabajo como artistas de circo entonces mi viejo lustraba zapatos en Buenos Aires, vendía bananitas, y salían a cazar palomas para comer. Si pensás en eso… ¿de qué te vas a quejar? Es un mensaje de fortaleza. Y si bien yo era el nieto del dueño del Circo Australiano, con diez años mi papá se encargó de darme la responsabilidad de hacer un número de equilibrio y a la mañana tenía que ir a cambiarle el pasto al canguro, darle agua, frutas, verduras. Después tenía que ir a preparar sus pinturas de payaso, limpiar las chalupas (que son los zapatones grandes), colgar su ropa en el camarín, prepararme mi ropa, limpiar los aparatos donde trabajaba. Después empecé a meterme en la parte del sonido, en preparar los camiones, en publicitar. Son herramientas que él me fue dando desde muy chico. Yo se lo agradezco, porque ahora si a los cuarenta y seis años tengo que hacer pozos, clavar estacas o tirarme al barro para armar el circo, lo hago. Somos todoterreno. A mí no se me caen los anillos y siempre lo digo como un ejemplo pero es realidad: he comido caviar con la princesa de Mónaco y choripanes con la gente de la Villa 31.

         “Esto hay que quererlo”, concluye Jorge, que mientras transcurre la función camina y fuma por el predio, charlando con los empleados que organizan la seguridad y el espacio para estacionamiento. Es el fundador que está en todos los detalles, aun sin que sea necesario. “Esto hay que quererlo –dice– y no sentir el cansancio. Cuando estás cansado tenés que hacer fuerza mental, corporal, y darle para adelante. Porque tenés a tu familia, tu señora, tus hijos, y también a los artistas, la gente. No digo que no canse, somos humanos, y los chicos pueden cansarse también, pero lo aman. Y sienten mucho respeto por mí y entre ellos. Es lo principal. No queda otra que seguir adelante. Yo viví para estar en el circo, para darle fuerza, invirtiendo para el bien nuestro y del público”.

De todo ese universo, lo que más extraña Yovanovich es la pista. “Mi último número fue hace unos años, hice el número de equilibrio de payaso en un festival para Tercera Edad. Ahí estuve, con sesenta y cinco años. No quiero jactarme pero fue el número más aplaudido”, ríe Servian, que sabe que sus días no pueden estar lejos del pueblo itinerante.  “A veces quiero largar, pero, ¿adónde voy a ir? Hablaba de esto con un señor amigo, del Circo Safari, que tiene ochenta años. Y me decía: «Mis hijos quieren que me quede en mi casa, pero ¿qué hago?». Lo entiendo, porque el circo es nuestra vida. Ahora como no tengo las obligaciones, porque se encargan Cristian y mis hijas, por ahí nos levantamos a las seis de la mañana y por ahí a las doce, pero cuando te levantás ya estás pensando qué hacer, porque siempre hay algo para hacer”.

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Cuatro días dura el montaje, poco más el desarme. Después de un ciclo de funciones, cuando camiones y gradas y poleas y columnas y butacas francesas y carpa castillo ya emprenden rumbo a un nuevo destino, el pueblo itinerante tiene un fin de semana liberado al descanso. Pero llegará el lunes, en otra ciudad o pueblo, donde la magia comenzará a construirse. Con otras infancias, otras realidades, otros contrastes. Donde la fábrica de creación de recuerdos empezará a operar cargada de utopía.

         “El circo no pasa de moda porque es tradición –define Cristian Servian Yovanovich–. Creo que el apoyo que tenemos del público es porque el abuelo trae a su nieto, o traen a sus hijos, para recordar. Por eso nosotros hacemos circo contemporáneo aunque con la esencia del circo tradicional, con actos que se vienen haciendo hace cien años. Si se pierde el amor o la pasión por el circo puede ir disminuyendo la cantidad de circos itinerantes. Porque es sacrificado, ya sea un circo chico, mediano o muy grande. Por más que tengas tecnología, maquinaria para armar, camiones con calefacción o aire acondicionado, sigue siendo sacrificado, ya sea en un pueblito o en una capital. Pero esto va más allá del comercio, del negocio: nosotros sentimos el circo en el corazón”.

En Rosario, el lote 7-156 quedará vacío. Estarán, sí, las imágenes grabadas en las familias. Las de las torres ricas y las de las barriadas. Quedarán los recuerdos, que ahora son como espectros: sobrevolarán el predio, invisibles, variables, únicos. Alguien podrá recordar las melodías de esas músicas que ya no sonarán cada tarde con su mensaje humanista y ecologista. Algunos una destreza, un salto mortal, motos volando dentro de la esfera de la muerte. Otras, la picardía de los payasos y sus víctimas ocasionales.

Las marcas tangibles serán otras. Huellas de camiones en el barro. Hendiduras de estacas y el espacio vacío de las raíces de torres que ya no estarán. No estarán tampoco los camiones, los trailers, las casas rodantes. Ya no habrá pueblo ni castillo. En el césped quedarán las huellas de una comunidad que volvió a partir.

         Por un tiempo indefinido, el lote municipal 7-156 volverá a ser esa insípida zona neutral que, sin el magnetismo unificador de la carpa castillo, evidenciará una vez más los contrastes y la desigualdad. Sin el circo, la distancia es enorme.

         Habrá que esperar el regreso, la fantástica irrupción del pueblo itinerante. Con nuevos nombres, nuevas generaciones, pero con una misma esencia: la de la tradición, la de los oficios artísticos ancestrales, la de la inocencia de la infancia.

Habrá que esperar el regreso.

Habrá que esperar que, una vez más, la fábrica de recuerdos haga su magia.

Por Edgardo Pérez Castillo

Periodista, guionista y trompetista criado en Rosario. Dediqué mi camino periodístico a la difusión de la cultura de esta ciudad durante 18 años como redactor y editor de Cultura en Rosario/12. Desde 2008 como productor y guionista en Señal Santa Fe. Y ahora, también, haciendo Barullo.

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