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Mientras suena la música

Fonola, vitrola, rockola. Llamo a los amigos de Rosario y aventuran estos nombres para aquellos viejos muebles que había en los bares en los que se metía una moneda, se elegía un disco y, simplemente, sonaba invadiendo todo el recito. Si la memoria no me falla, a finales de los setenta había una en el bar de La Bola de Nieve. No estoy seguro. En Madrid nunca vi ninguna; en París, sí, con mi hermano, una tarde de invierno en los noventa. Tampoco se ven ya los flipper, ni siquiera los billares.

Había un salón de billares en la calle Mitre, entre Urquiza y San Lorenzo, donde solía ir al encuentro de Sebastián Riestra y Roberto Casagrande que agotaban la noche allí. En Buenos Aires iba a la Richmond de Florida en cuyo subsuelo estaba el parque de billares más grande que haya visto en mi vida. Ahí jugaban el fotógrafo Abel Mas y el diseñador Carlos Torres, autor de la V de la victoria que fue el logotipo de la campaña de Cámpora en 1973, sustituyendo la V de Perón Vuelve por los dedos y que ha llegado hasta nuestros días como identidad del kirchnerismo. Torres y Mas, entonces, blandían los tacos en tardes eternas y en las que yo me sumaba pero no para jugar, acción que disimulaba, sino para escucharlos.

El billar mutó en Rosario, algún día en medio de la dictadura, en una mesa de pool con sus bolas de colores y a la fonola, vitrola, rockola simplemente se la tragó la máquina del tiempo. Jukebox les llama Peter Handke.

Handke ha escrito un ensayo sobre estas máquinas y en la traducción al castellano del libro se mantiene el sustantivo en inglés tal y como aparece en el alemán original. Según la bibliografía que maneja, Handke infiere que la palabra que identifica a las máquinas automáticas puede provenir tanto del yute como del verbo to jook. A principios del siglo pasado, la población negra del sur de los Estados Unidos, después del trabajo en los campos de yute, se encontraban en los llamados jute points o juke points y allí, por una moneda, escuchaban a Billie Holliday, Jelly Roll Morton, Louis Amstrong, que en las emisoras de radio, todas ellas propiedad de los blancos, no se programaban jamás. La edad de oro de las jukebox empezó con la abolición de la ley seca, en los años treinta, y surgieron miles de bares de costa a costa en los que, en cada uno, al igual que en tiendas de tabaco y peluquerías había instalado un tocadisco automático.

Handke recorre medio planeta en busca de la última jukebox. Encuentra una en Alaska donde vive una historia de amor trunca, la cual es uno de los motivos de la escritura de este trabajo. Otra en Linares, Andalucía. Vaga también por Soria, ciudad donde se queda escribiendo y parten todos los ejes que le sugiere esta obsesión. Pero, ¿de dónde nace? En un momento del ensayo aparece la historia que mencioné en Anchorage, pero también surge una razón más profunda, central, el vector del libro. Para él, una jukebox no es o era un elemento de euforia ni le incitaba al baile como a los jóvenes de la época en los bares con la música que ponían. El sonido, elegido o aleatorio, le hacía concentrarse, despertarse u oscilar en las imágenes que barajaba, en el libro del momento en el que estaba inmerso, y las fortalecía. El sonido le ayudaba a pensar o de manera más pedestre, trabajar.

Dije que la última vez que vi una jukebox, o la que recuerdo, fue en un viejo bar en las afueras de París en compañía de mi hermano. Mientras hacíamos tiempo tomando café sonaba la música que alguien ponía. También dije que había un pool y mi hermano quiso jugar. «No», le dije: «soy muy malo; si jugamos es para seguir charlando». Mi hermano sin atender razones metió monedas en la ranura, acomodó las bolas en el triángulo de plástico y comenzó a jugar. Erré un tiro, dos, tres, como siempre. De repente, metí una bola, después otra, y otra, y así hasta el final. Lo derrumbé. Mientras mi hermano vivió no quiso más explicaciones: había sido engañado.

Mucho tiempo después me di cuenta, como la música en la jukebox de Handke, que si en lugar de atender a la conversación la utilizaba como disparador del juego, la atención y la tensión puesta en las bolas y en el paño, daban un resultado diferente.

Y eso hizo la diferencia.

Publicado en la ed. impresa #15

Por Miguel Roig

Escritor y periodista rosarino que reside en Madrid. Es coeditor de la Revista Socialista y socio fundador de Mongolia, revista satírica mensual española. Escribe una columna en el diario.es y en Perfil. Sus últimos libros son El marketing existencial (Península, 2014) y Conversaciones con Alberto Garzón (Turpial, 2016).

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