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Barullo en papel Cultura

La simulación compartida

El teatro es una discusión en presente. Siempre. Ocurre, y se va mientras estamos vivos. Si miramos con atención, el teatro está y sucede en todos lados, y no hay ninguna disciplina artística que se le parezca. Se cuela, se mezcla, se nutre de todo el arte y la vida, y hace comunión. Esto quiere decir que, aun siendo lo que uno (cualquiera) es (uno y muchos), el teatro hace ficción con lo humano vivo y presente. Y lo hace para los vivos, para los muertos y para los que están por venir. Pero, tanto más por su mezquindad y solidaridad, el teatro no sólo engendra artistas. Aunque esto no importa acá. El tiempo lo destruye todo. Para bien o para mal, más allá y más acá de todos los panoramas, inventos y virtualidades eléctricas y audiovisuales de hoy, el teatro se gesta, exclusivamente, desde y con lo vivo: es la suma y el resultado de los cuerpos cuando viven. Y sus hacedores son personas que comparten, desde afuera, al menos, los mismos prejuicios y virtudes de las organizaciones y cultos religiosos. Esto es la fe.

El teatro no se puede medir con los parámetros de la oferta, la demanda y el mercado, aunque esta cuestión siempre esté en un recelo permanente entre un público “neutral”, que sólo suma a una cifra para divulgar, o las veinte (o las cuatro) personas que vieron “tal cosa aquella noche en ese teatro en la calle no me acuerdo donde un actor me hizo perder la noción de lo sensorial cuando movió no sé cómo las manos en la obra esa que no sé cómo se llama pero que no sé por qué no tiene más público si es lo más”.

 A mediados de los años 50 del siglo pasado se lo llamaba “vocacional”. Más tarde, “independiente”. Hoy, lo independiente es un rasgo apenas nominal, ya que, en realidad, es un teatro bajo el amparo del Estado. Esto es un goce doloroso: desde 1998 existe el Instituto Nacional del Teatro (INT), que fomenta, subsidia y hace visible la actividad y sus hacedores, al mismo tiempo que los acerca entre sí, entre una región y la otra. Esto es a veces. El Estado también soterra, demarca e impone algo que, por ahora, ni en las provincias ni en CABA sabemos qué es: el teatro nacional. Este tipo de teatro que existe no sólo por un rango y status económico, sino como espacio de libertad casi total para que cada creador desarrolle sus manías, talento y formas de hacer vivo lo fingido -también se lo conoce como “teatro off”, pero esta es una cuestión sociogeográfica, casi tilinga-. Como sea, siendo el teatro que más cerca está, también es el más cuestionado, ignorado, discriminado, anulado, invisible y manoseado en cuanto a su calidad y desarrollo frente (y contra, quizás) al monstruo industrial llamado “teatro comercial”, que además de teatro incluye en su hacer figuras, actores y personalidades venidas del cine y la televisión. Así, el derrotero actual del teatro que se genera en y desde Rosario expone su vastedad pero, al mismo tiempo, agita su propósito desde la invisibilidad y el conformismo.

 Rosario es una ciudad atípica desde donde se la mire. Es casi la única ciudad del país que sin ser capital administrativa, política, burocrática y social resiste los embates de no ser pero, al mismo tiempo, ser. Quizás la cercanía con Buenos Aires siempre esté dándole sombra y tal vez sea esta la razón por la cual, artísticamente hablando, mucha gente de la ciudad se resiste a considerar la genética del artista rosarino con la misma legalidad del venido de afuera. Si uno le dice a cualquiera que hable de lo primero que se le viene a la cabeza si le dicen la palabra teatro, la cosa se pone rara. El territorio semántico de esa palabra es, casi, su propia esencia, una constante retroalimentación. El teatro se hace por repetición y por respuestas. De la repetición se puede hablar más adelante, en otro momento quizás, pero las respuestas son las de las personas que generan el teatro donde viven, comen, duermen, aman, especulan, compran, gastan, se angustian, cogen, lloran, sonríen, matan, nacen, sufren, sienten y mueren. Siempre se está respondiendo a algo o a alguien en el teatro, consciente o inconscientemente. El teatro es una respuesta y hasta, a veces, es la respuesta a una pregunta que nadie formuló. Así de sordos andan algunos, también.

La tradición teatral de Rosario viene desde la década del 80 del siglo pasado y en ella operó (y opera) el procedimiento de creación teatral llamado “creación colectiva”, al que hoy, con más o menos virajes y argumentaciones, le dicen “dramaturgia del actor”. La idea de grupo como una junta no sólo de actores, sino como reunión de personas que compartían similares ideas y acciones frente al acontecer de la sociedad. La creación grupal fue la marca de la ciudad, y hasta se podría decir que hoy es lo que sigue imponiéndose por sobre la otra forma de hacer teatro, llamado “teatro de autor”. Todo el teatro argentino está dividido entre estos dos haceres. Pero, sobre todo, lo que primó y prima en Rosario, es la imagen del director como factótum de un teatro basado casi exclusivamente en los cuerpos como generadores de sentido escénico, bajo la mirada y posición artística del que dirige. Sólo desde hace unos años apareció en la ciudad la noción de dramaturgo a la par de la del director. Pero, sobre todo, aquí el teatro son los actores.

 Esta forma de creación, también, está y estuvo presente no sólo desde la educación no formal del teatro (talleres privados, seminarios), sino desde la oficialidad de las dos escuelas de teatro que existen en la ciudad, una con más visibilidad que la otra, quizás, pero activas las dos, con una fuerte marca sobre este procedimiento.

Hay tres generaciones de teatro a la luz pública semanal de las temporadas rosarinas hoy por hoy. Pero, y quizás esto sea así en otras ciudades con mayor o menor interrelación, se comunican poco entre sí. A esto se le suma algo que no enteramente podría ser definido como tribu, pero sí como asociaciones donde las disrupciones entre grupo y grupo  no obedecen a tendencias o creencias teatrales, sino a cuestiones personales, anulaciones, y dimes y diretes que vienen siendo arrastrados desde hace décadas.

Esto contagia y se extiende hasta la crítica teatral: en algunos aún persiste el viejo concepto de que “la obra” sólo “existe” si es mirada por el ojo experto. De aquí se desprende otra cuestión, que ya se viene viendo en casi todas las ciudades importantes del país: toda la crítica teatral en las provincias argentinas (si la hubiera) viene de la prensa, y hay muy pocos investigadores, revisionistas o teatrólogos que aborden el teatro rosarino como una tesis y  no como un medio para ser querido u odiado. El paso a favor, inesperadamente, vino desde el diario La Capital, donde desde hace un par de años las críticas de teatro rosarino poseen el mismo sentido de convivio teatral que aquellas de las obras venidas de afuera. Afuera es CABA, siempre.

Si uno ve el bosque y no los árboles, resulta extraña la sensación de escasa predisposición al riesgo que hay en el teatro rosarino. El riesgo es ese territorio donde las respuestas se gritan en un presente esquivo, como seguramente fueron siempre los presentes del teatro, esquivos e invisibles para algunos, pasajeros y transitorios para otros, los buscadores de reflectores y otros destellos aún más pasajeros (pero mejor pagos y seguros). Y la cosa es corta, a fin de cuentas, ya que, en realidad, el teatro en su verdadera conciencia dura apenas una hora, más o menos, según muchos factores y variables. El resto es, apenas, una simulación compartida.

Publicado en la ed. impresa #01

Por Leonel Giacometto

Nací y vivo en Rosario hace 42 años. Escribo, fundamentalmente, teatro, narrativa y algo de periodismo cultural. Dirijo teatro de vez en cuando. Mi último libro: La mala fe y otras obras (Baltasara Editora). En 2018 gané un Premio ACE como mejor autor argentino por Monte Chingolo.

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