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Barullo en papel La entrevista

Gandolfo: “El público siempre te presiona hacia atrás”

Rosarino hasta la médula aunque Montevideo siga siendo la ciudad donde vive y Buenos Aires lo convoque sin pausa, disfruta de un reconocimiento unánime. Sin embargo, el narrador, crítico y poeta Elvio Gandolfo no ha perdido un gramo de su tan risueña como aguda espontaneidad.

Elvio Gandolfo habla con la naturalidad y la gracia de un tipo de calle. Lejos de amoldarse a los títulos que lo ungen como un escritor de culto, pese a haber formado parte de la creación de  proyectos míticos, el escritor y crítico rosarino puede hacer del insulto un arte, puede reír con auténtico gozo, sin jactancias autocelebratorias. Aun cuando sus producciones literarias y periodísticas lo han convertido en un escritor referencial, celebrado y premiado. Y lo sabe Gandolfo, que no se esconde en falsas modestias, pero cuya sencillez lo corre inmediatamente de la pedantería. Porque podría hablar desde el pedestal y sin embargo lanza sus sensaciones desde el llano, haciendo de las anécdotas el envoltorio ideal para sus reflexiones. Gandolfo piensa, ejerce su visión crítica y habla sin florituras. Se lanza al diálogo dejando correr las muletillas rioplatenses que fue incorporando en sus años repartidos por Rosario, Montevideo y Buenos Aires. Habla con el bagaje y la solvencia de un hombre informado, de lector constante, de crítico prolífico, pero lo hace siempre atravesado por eso que él define como identidad rosarina, esa que caracterizó a quienes, junto a él, crearon la todavía influyente el lagrimal trifurca: “Los de la revista éramos peleadores, rompepelotas”.

Identidad, oficio, mercado, literatura, cine, convicciones, periodismo cultural: el camino que toman las respuestas de Elvio Gandolfo puede resultar impredecible. Ya sea por el peso de las anécdotas que se filtran en sus reflexiones o porque es ese su modo de anclar los pensamientos. O, bien, porque se trata de una natural estrategia para esquivar los halagos. Así, cuando el diálogo se abre con la mención a su presencia en la nueva edición de la Feria del Libro de Rosario, echará mano a su franqueza y, obviando el carácter de reconocimiento que tendrá su aparición en la misma, simplemente dirá: “En general las ferias son desparejas. He ido bastante a la de Buenos Aires y a veces te aburre la repetición de errores, que ya son como ínsitos, corresponden a cómo es la feria. Sobre todo el subrayado muy intenso de la venta, por encima de todo. Por ejemplo, en Buenos Aires, las charlas donde vas a ver a los visitantes suelen estar en lugares a los que hay que llegar, que hay que buscar, no tienen la menor relación de importancia. Fui dos veces a una cosa piola que hacen, que son varios días con los escritores del interior. Aunque ha crecido mucho, la siguen haciendo en una sala que queda estrecha. No me estoy quejando, porque además las ferias, cuando salen bien (y aprovechando el nombre de esta revista) son de un barullo monumental. A mí me agobian. Está muy bien que existan, pero no es un tipo de evento que me emocione”.

Directo, frontal, el rosarino Gandolfo no se ata a los intereses del halago. Porque en su crítica hay siempre un trasfondo: “En general ha habido un desplazamiento de las reuniones que tienen que ver con la cultura. Casi todas giran en torno a lo comercial. Hasta el Congreso de la Lengua que se hizo en Córdoba, donde la propuesta que había, por lo que dijo el rey, era la ansiedad por lograr que España entrara al mercado de la inteligencia artificial. Son cosas que no tienen mucho que ver. Es la época, todo va para ese lado. Manda el dinero. Pasa lo mismo en el cine, que no es ni la sombra que hace veinte, treinta años. No hay guiones, pero hay mucha plata. Yo mismo lo disfruto, ahora estoy invitado al cumpleaños de mi nieto en el cine para ver Los vengadores, que nos las vimos todas. Mucha gente no las puede ver ni en pedo, pero yo las disfruto. Ahora, que el cine sea eso y nada más, es bravo”.

—Mencionabas los encuentros de escritores del interior que se realizan en la Feria del Libro de Buenos Aires. Sin profundizar esta cuestión de la distancia Buenos Aires-interior, que llevaría horas discutir, ¿te sentís un escritor del interior? ¿Se te encuadra allí? Porque tu vida estuvo repartida entre Rosario, Montevideo y Buenos Aires…

—Mirá, de hecho la mayor parte del tiempo estoy en Montevideo, una buena parte de mi vida estuve en Rosario y creo que, de alguna manera, soy mirado como tipo del interior. Inclusive hay un dato que me fastidia mucho, que últimamente suelen repetir: ponen que soy escritor mendocino. No tiene pies ni cabeza, porque nací en San Rafael pero viví un año nada más ahí. Y nunca escribí sobre eso (y si lo hice fue una referencia de dos líneas). Es como decir que Cortázar es belga… Aunque en su caso por lo menos vivió hasta los cuatro años en Europa, pero yo ni siquiera había aprendido a hablar cuando nos fuimos a Rosario con mis viejos. Además no conozco San Rafael, la ciudad donde nací, sí pasé una media docena de veces por la ciudad de Mendoza. Pero es como la bola… Todo funciona por bolas que se corren: la política, el arte… viene una bola y se prende todo el mundo de esa. En este caso específico te lo digo porque llamarme mendocino no tiene pies ni cabeza.

“Soy mirado como tipo del interior. Inclusive hay un dato que me fastidia mucho, que últimamente suelen repetir: ponen que soy escritor mendocino. Es como decir que Cortázar es belga”.

—No quisiera hablar de identidad, que tiene un sentido más profundo y no está atravesado únicamente por lo geográfico, pero ¿qué factores terminan definiendo la pertenencia a una ciudad, a identificarse como rosarino, montevideano…?

—Sobre todo la vivencia. Y yo toda la infancia, la adolescencia y buena parte de la juventud la pasé en Rosario. Es la ciudad que tengo más metida. Lo que pasa es que, a su vez, Rosario ha sufrido algunos cambios (en general beneficiosos, otros no), pero no la han modificado tanto como para que no la reconozca. Cuando voy, me siento bien. En los últimos años fui menos, porque fallecieron mis dos padres y con mis hermanos tenemos un contacto fluido por teléfono, por mail. Además me mufa el crecimiento tremendo que tuvieron los homicidios en los últimos años (los voy viendo en la edición online de La Capital, que siempre miro). Tengo muchos  recuerdos, inclusive ahora estoy escribiendo una cosa nueva, que siempre tuve ganas de hacer: seguir con otros el cuento Un error de Ludueña, donde el personaje muere al final. Pero me planteé por qué no hacer cuentos para atrás. Lo que hago es hablar de un tipo que vive de niño, de adolescente, en un pueblo chico del interior y termina yéndose a una ciudad que no se nombra, aunque hay algunos datos que se asocian con Rosario. Es como trabajar con los recuerdos que tengo, no es investigación de época. Algo que me pega fuerte cuando voy en ómnibus es que el pasillo de Oroño 3671, donde vivimos durante mucho tiempo antes de mudarnos a Ocampo 1812, todavía está. Por ahí entra el colectivo, pero en mi época Oroño llegaba hasta Seguí, a una cuadra de mi casa, y a partir de ahí había barro. Y a las dos o tres cuadras la bloqueaba la villa. Respecto a la identidad, para mí hay una identidad rosarina. Yo soy así. El tipo de tipo que soy… acá muchos me cargan: como que soy demasiado directo, o estentóreo. Un amigo de acá me dice “el mujik”. No sé si sigue siendo así Rosario, pero en la época de el lagrimal trifurca los de la revista éramos así: peleadores, rompepelotas. Y me gusta mucho la ciudad, tiene algo propio. Me gusta mucho que no haya sido fundada, eso está buenísimo, me da como un orgullo fuera de prestigios históricos. Cuando fui a Frankfurt me enteré de que es igual: surgió de la nada, no fue fundada. Obviamente no vas a comparar la magnitud de Frankfurt, que económicamente es mundial, pero viene de la Edad Media y se autodefinía como “ciudad imperial libre”. Y por lo que oí hablar sobre las demás ciudades de Alemania, Frankfurt es la menos alemana. Así como Rosario, que tiene algo especial: no es Santa Fe, no es Córdoba o Buenos Aires, es Rosario.

—¿Podrías vivir en una ciudad sin río?

—Creo que la clave de dónde vivís tiene que ver mucho con cómo te sentís. Por ejemplo, a Madrid le duele mucho no tener río. Inclusive me hice amigo de dos grandes escritores de allá, José María Merino, un gran cuentista, y Juan José Millás. En un momento me hicieron una recorrida por todo el barrio de los palacios que quedaron de la época en la que estaban los imperios. Y en un momento me dice Millás: “Vamos a dar vuelta a la esquina y, cuando mires, decime lo primero que pensás”. Dimos vuelta y había como unos marcos con forma redonda arriba y el terreno ahí se caía, como si viniera una masa de agua. Entonces digo: “En el mar”. Pero, en cambio, había casas, casas y casas. Notabas, en la propia propuesta de Millás, ¡que le gustaría que hubiera mar! Ahora, Madrid es una ciudad prodigiosa, me gustó mucho. Tiene un ritmo profundo lento, y podés estar en desacuerdo con los intelectuales, los políticos, pero la gente de la calle, de los bares, es muy piola.

—Mencionabas antes que, a partir de Un error de Ludueña, estabas trabajando una serie de cuentos vinculados con los recuerdos. ¿Es posible reflexionar cómo operan los recuerdos, hasta dónde se los deja correr libremente y dónde se comienza a coartarlos para que encuadren en lo que uno desea?

—Mirá, actualmente hay una especie de moda (en la ciencia inclusive, en la neurología) de subrayar hasta qué punto falsifica todo la memoria. Creo que los hechos heavy están. Se muere tu vieja: eso es así. Después podés tener una visión más o menos precisa de ese día: que hacía mucho calor, porque era verano, que se te pegaba la brea de la calle a los zapatos… Pero de nuevo, hay una moda. Hablando con un amigo que sabe mucho de ciencia, me decía que desapareció el tipo al estilo Einstein, que es teoría pura por un lado, pero que la pega para el futuro. En todo tiene mucho que ver el dinero, es como el gran dios. En el fútbol pasa lo mismo, nos sigue entusiasmando pero ha sufrido un proceso como el que le pasó al box. Los dramas de los clubes ahora son económicos.

—Contrariamente a lo que podría imaginarse, por lo que fue la producción literaria de tu padre, por la existencia de la imprenta La Familia, tu infancia no se dio en un ámbito vinculado a las letras…

—De alguna manera sí, lo que pasa es que mi viejo estaba desarrollando decisiones. Él era muy fanático del Siglo de Oro español y, en parte, copiaba eso. Después en un momento, que yo recuerdo, decidió destruir todo lo que iba en esa línea. Llegué a mi casa y estaba rompiendo una pila de papeles. Le pregunté qué pasaba y me dijo que todo lo que había escrito no valía la pena. Pero no estaba triste, al revés: a partir de ahí empezó a afinar las lecturas, el laburo. Porque él hizo secundaria casi conmigo, la hizo de grande. No era que yo recibía la biblioteca de mi viejo. Pero de hecho se leía mucho en mi casa, y había tiranteces con mi madre. Mi viejo a veces me traía cosas de Sol de Mayo, historietas desastrosas, y mi vieja leía mucho: le dolía que yo me matara leyendo historietas y no le diera bola a Constancio Vigil. Diría, si querés, que en principio el nivel cultural de mi madre era más alto, pero terminó siendo eso: una especie de sopa donde todos los Gandolfo estábamos enfermos de lectura de todo tipo.

—¿Podrías marcar un momento, una situación iniciática en tu relación con la literatura?

—Mirá, en su momento escribí un libro pésimo, que guardé durante años para acordarme de lo mal que escribía. Pero después hubo un momento, que fue como cuando te declaran caballero en la corte, que fue cuando escribí Vivir en la salina. Que después le puse ese nombre a los cuentos completos. Eso fue muy importante. Después el público, que siempre se quiere atar a lo que ya conoce, cuando escribía algo nuevo me decía: “Está bueno, pero estaba mucho mejor Vivir en la salina”. Cuando lo leyó Mario Levrero, con quien fuimos amigos durante muchos años, me dijo: “A partir de ahora sos escritor”. Es como cuando te dan la promoción. Igual había cosas anteriores, que en la primera edición de La reina de las nieves faltaba papel en el Centro Editor y metimos cuentos en vez de El instituto, que es mi primera novela corta, que había empezado como un intento de emular el Ulises de Joyce. En un momento digo: “Dejate de joder, esto es una obra pajera de un adolescente, tirá a la mierda las dos terceras partes”. Es una de las pocas cosas que tiré, porque era muy malo lo agregado. Lo que había básico estaba bien.

—En una entrevista reciente con la revista española Oculta Lit te referías a tus cuentos y decías que “el propio cuento se hace cargo tanto de la dirección que toma como del punto final”. ¿Cómo opera este funcionamiento desde el punto de vista creativo?

—Mirá, cuando compilé los cuentos completos (Vivir en la salina, editado por el sello cordobés Caballo Negro) no dejé afuera ninguno. Y dije: “Bueno, ¿y ahora?”. Y a los dos años ya tenía seis o siete cuentos nuevos. Quiere decir que te sigue funcionando la máquina. Y por otro lado, la máquina tiene eso: Los lugares (Eterna Cadencia, 2018), el último libro que saqué, supuestamente iba a tener tres pedazos de cincuenta páginas cada uno. El tercero se me empezó a quedar corto, y tenés la cabeza de tarado que te lleva a decir “no, tienen que ser cincuenta…”. ¡Dejate de joder! Inclusive tenía un tono distinto, porque el primer pedazo estaba en primera persona, el segundo en segunda y el tercero en tercera. Y como era en tercera persona, me sentía más libre de decir cosas sobre mí. Y quedó más corto. “La cagué”, dije. “Salió mal, salió corto un pedazo, tiene otro tono…”. ¡Pero lo bien que hice! Porque era el que más gustaba, tenía más carga literaria. Por eso le hago caso a la orden que viene del libro. Con Ómnibus (Interzona, 2006) había pensado escribir un libro de 500, 600 páginas y quedó ahí, en 140. Es tal cual la medida que tiene que tener.

—¿Cómo se constituye ese carácter, la personalidad de cada cuento, de cada obra?

—En cada caso lo empezás y vas viendo dónde va. Esto que te contaba de Un error de Ludueña es una idea que tengo desde hace veinte o treinta años. Al final me decidí a hacerlo: es cuando tenés el tono. Te lo dicta un poco. He hecho muchos cuentos por encargo, para antologías, y me salen bien también, no es un demérito. La clave está en no abandonar las convicciones, como esa en la que el texto mismo te dicta lo que tenés que hacer.

—¿La novela requiere de una estructura un poco más premeditada?

—Yo hice novelas cortas… La más larga es Boomerang, donde hice una especie de mapita. Y sobre todo tenía un capítulo inicial extraordinario, que tenía todo lo que yo iba a desarrollar. Con eso daba para un libro. Mucha gente se fastidió con ese libro, porque no era mi estilo. Muchas veces dije que si tenés un público de diez personas, esas diez personas te van a decir: “A mí me gusta más cómo escribías antes”. El público siempre te presiona hacia atrás. Se siente más cómodo. Yo mismo estoy acostumbrado a algunos autores. Pero es copado cuando sale otra cosa.

—De hecho, en todo este tiempo de escritura has publicado en grandes editoriales, en sellos pequeños, publicaste novelas cortas, cuentos, en géneros diversos. Y está también toda tu producción en medios gráficos. Podría decirse que la diversidad es una característica esencial de tu obra.

—En parte sí. Después, cuando hago ficción (porque la poesía es otra cosa, y es algo a lo que me gustó mucho volver con El año de Stevenson), tengo algunas virtudes propias. Cuando me sale acción, pero no el cuento de acción convencional: en esto que estoy escribiendo de Ludueña ya voy por el quinto cuento, y ayer leí los otros cuatro y dije: “Chau, esto está bien”. Es cuando hay una acción que no se detiene, que te tiene agarrado, que tenés que seguir al tipo. En este caso no es una acción como en Un error de Ludueña, que es tremenda, es la cana que rodea el bar, hay una huida. Acá hay una cosa más chica, pero tiene ritmo. Yo vinculo mucho a la literatura con la música. Por ejemplo, Filial, que es un cuento homenaje a mi viejo, me dicen que es autobiográfico y yo respondo que no, que es ficción porque está escrito como si fuera música, tiene cosas que se repiten. Te va saliendo un estilo. A veces hay influencias que te las olvidás y después te das cuenta y decís: “Chau, ¡le copié todo a este tipo!”. Me pasó con Richard Matheson: un día volví a leer Soy leyenda, después de ver la película, y dije eso: “Le copié todo”. Lo admiraba tanto, me gustaba tanto como escritor, que inconscientemente lo levanté. Y te das cuenta años después, cuando lo volvés a leer.

—¿Qué es el oficio en la escritura? ¿Es esa posibilidad de reaccionar rápidamente a aquello que la obra sugiere? ¿Es la conducta?

—Mirá, lo vas teniendo solo. Creo que la tarea principal de un escritor es leer sin parar, que yo lo he hecho siempre. De alguna forma se te van metiendo cosas, admirás en los otros momentos fuera de serie que a veces lográs reproducir, no de la misma manera. A su vez, el oficio es saber qué podés escribir y qué cosas no. De golpe pensás en un tema y no sabés si hacerlo o no, probás un cachito y te das cuenta de que no lo podés hacer. Pero a lo mejor lo podés hacer a los cuatro o cinco años, hasta que le pescás el tono. Cuando le pescás el tono, perfecto.

—Hablabas de mantener la máquina en funcionamiento, y te referías también al libro de poesía El año de Stevenson, que publicó la editorial rosarina Iván Rosado, donde armaste un esquema de producción para escribir un poema por día. ¿Variar los modos de producción es una forma de encontrar nuevos caminos?

—Creo que es lo que hacemos todos, con todo. Lo que es medio agobiante es el trabajo capitalista, el origen Ford con la cadena de montaje: tenés que ir todos los días, al mismo horario, y muchas veces estás jugando con los pulgares esperando que se haga la hora. Además hay una cosa bastante miserable, eso no tiene ningún tipo de negociación posible: tu horario es de ocho horas y chau, es de ocho horas. Ahora cambió y es peor: te ponen la compu o la laptop de mochila para que no dejes nunca de trabajar, como si fuera la casita del caracol.

—Dentro de tu labor periodística, formaste parte de proyectos culturales que siguen resultando referenciales, como el lagrimal trifurca, el Cultural del diario El País de Montevideo. Hoy en día hacer una revista cultural es casi una patriada… Desde tu experiencia, ¿cuál es el lugar que ocupan hoy las publicaciones culturales? O, en todo caso, ¿cuál es la función que deberían cumplir?

—Sí, hacer una revista de cultura es una patriada. El secreto está siempre en cómo la encaren. Siempre tiene que ser bastante original. Una vez vi una revista antigua de Santa Fe que me gustó, Paraná, una revista libro muy larga, con mucha variedad. Daban ganas de sentarse y leerla. No pude leerla, porque no era mía, pero tenía el “knack” de la atracción. Es como el cine: vas y a los diez minutos te das cuenta de que es una buena película, que vas a quedarte quieto hora y media, dos. Me pasa cuando voy con mi nieto a ver las de Marvel y DC: a veces el loco a la media hora se recontrapudrió y me dice que nos vayamos. En lo cultural me gustó estar en Diario de Poesía, cuya gran originalidad era hacer justamente un diario de poesía, que largaron con una gran eficacia, con una campaña con carteles por todo Buenos Aires y demás. Durante muchos años fue referencia total. Hace poco vi una charla de Nora Catelli en Barcelona (está en Youtube) sobre Juana Bignozzi, una poeta argentina, que ya murió, que había vivido mucho en Barcelona y volvió al país con la idea de que la había olvidado todo el mundo. Cuando vuelve se encuentra con los de Diario de Poesía, que la hiperadmiraban e hicieron una especie de dossier grande, y eso la salvó: escribió varios libros más, con otra estética, muy buenos. Después le tocó la de rigor: que nos morimos todos, ¡qué le vas a hacer! Después otra revista en la que me gustó mucho estar fue V de Vian. Y el Cultural de Homero Alsina Thevenet, que fue un suplemento de puta madre. Acá se extraña poderosamente. Creo que el viejo en algún momento, en una entrevista, dijo: “Yo lo único que deseo es que si alguna vez se funde el Cultural, haya algo que lo reemplace”. De hecho hoy está saliendo tan reducido que es como si hubiera desaparecido. Pero no hay nada que lo reemplace, eso es lo raro.

—¿En cuánto influye el periodismo cultural en la construcción de una escena artística?

—En este momento eso está un poco en crisis. Incluso las publicaciones culturales no tienen buena distribución. Hay una revista porteña, Las Ranas, de la que deben haber salido nueve o diez números. Una revista muy grande, reciente (no tendrá más de ocho o diez años), que tenías que buscar con una lupa. Estaba producida que te caías de culo. Cada número incluía un pliego de fotografía muy bueno, y algunos dossiers excelentes, como uno de Néstor Sánchez, a quien admiro mucho, con fotos, cartas del tipo, muy buen material. Pero se fue apagando. Otra, anterior, era Tsé-Tsé, muy buena y muy difícil de conseguir.

—En este contexto, ¿cuál es el valor de la crítica?

—La crítica siempre tiene un mínimo de, si querés llamarle, justificación. Lo que pasa es que tenés que mantener un nivel. En el sentido de ser franco, al igual que lo que te decía en la narrativa sobre lo que el texto te dicta. Lo que pasa es que un sector muy grande, de la misma manera en que el dinero entró en el cine, en la ciencia, etcétera, también generó una cosa ambigua, temerosa. Como si el tipo que escribe tuviera miedo de ofender al autor, o al editor del libro. Pero sigue habiendo muy buenos críticos. Lo que pasa es que los tenés que buscar. Y hay algo que, si querés, te puede deprimir (a mí no, porque he pasado cada época…): sacás una gran nota y dos semanas después entrás al diario que la sacó, ves los comentarios y hay… cero. A su vez, agarrás una nota estúpida y tiene cuarenta comentarios, es el festival de la imbecibilidad. Con un nivel que no podés creer, que si estuvieras en la secundaria les dirías: “¿Qué te pasa, loco? ¡Crecé!” (risas). Inclusive están los trucos. Para mí este momento de Argentina está muy complicado, porque está todo el mundo con deseos de que le duren eternamente los kiosquitos. Y no es así, algunos kiosquitos van a desaparecer. Te doy un ejemplo: en muchos comentarios de Clarín aparece un aviso de una mina, en cualquier tema, que dice que tiene un departamento y puede atenderte sexualmente a cualquier hora, etcétera. Y después hay algunos que la putean, pero los que la putean no tienen mucho más nivel.

—Hay una etapa de la que no suele hablarse mucho, que es tu experiencia de gestión en la Editorial Municipal de Rosario. ¿Qué valorás de aquella experiencia?

—Me pareció muy placentero, tuve un equipo de la hostia. Tenía a Juan Aguzzi de corrector, a Verónica Franco, una diseñadora excelente, a Luis, el contador, que era muy piola, y a Lydia, la flaca del depósito, que tenía mucho sentido del humor. Hicimos cosas muy buenas, por ejemplo asentamos el primer tomo de la colección de obras completas, el de Arturo Fruttero, formato que siguió teniendo. Inclusive en ella entró mi viejo con un libro, años después. Fue muy placentero. Tenías ocho mil problemas de burocracia, pero nadie me dijo que iba a ser un jardín de rosas. Lo que pasó fue que me pasé de rosca, porque laburaba en el Cultural, tenía un par de laburos en Buenos Aires y tenía esto de la Editorial. En un momento empecé a tener unos dolores de columna atroces. Hablé con Marcelo Romeu, a quien recuerdo con mucho cariño, y le dije que no podía seguir. Fue una experiencia excelente. Ha tenido como una tradición la Editorial: primero con Pedro Cantini, después conmigo, luego otra vez con Pedro, ahora con Oscar Taborda. En Buenos Aires te dicen que no hay otra editorial municipal que sea así. No hay algo tan pertinaz, con colecciones fijas, concursos, que edita también discos. La clave está en no amargarte de más con la parte rompebolas: Uruguay y Argentina son máquinas de producir frustración en el plano cultural oficial.

Foto de Luis Andrade

Publicado en la ed. impresa #02

Por Edgardo Pérez Castillo

Periodista, guionista y trompetista criado en Rosario. Dediqué mi camino periodístico a la difusión de la cultura de esta ciudad durante 18 años como redactor y editor de Cultura en Rosario/12. Desde 2008 como productor y guionista en Señal Santa Fe. Y ahora, también, haciendo Barullo.

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