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Algo azul

Apenas el playero preguntó cuánto combustible iba a cargar la mujer sintió que pasaba algo raro. Había una tensión que no llegó a identificar bien. El muchacho destapó el tanque de nafta y comenzó a cargarlo. Llevaba puestos una remera y un gorro rojos, con el logo de la estación de servicio. Mientras hacía su trabajo no miraba el contador de litros de combustible, miraba hacia la esquina. El empleado de pelo rojizo que cargaba nafta al lado dirigía su atención hacia la misma ochava que su compañero. Sobre todo cuando el semáforo detenía los autos le echaban un vistazo a algo que estaba del otro lado y ella no podía divisar.

Patricia revisó su celular apoyada sobre el capot. Leyó que su madre la esperaba a cenar. Todo en minúsculas y con letras de más y de menos; así escribía su madre sin lentes y con dedos deformados por la artritis. Sandra le pedía un par de aros de color azul para usar el día de su casamiento, pero si no había se conformaba con algo azul, cualquier cosa de ese color para cumplir con la cábala. Pueden ser aritos, un anillo, lo más lindo que tengas en el taller, le había escrito. El mensaje finalizaba con el emoticón de dos manos suplicantes. También vio el mail del banco recordándole el vencimiento de su tarjeta de crédito. Guardó el teléfono y se reincorporó. No logró detectar qué pasaba, salvo que ahora eran dos empleados y la encargada los que hacían sus tareas con los ojos puestos en la esquina.

–Tengo el turno de las dos y media para el cambio de aceite. ¿Te lo dejo?

–Tardaré unos veinte minutos. Si quiere aprovechar le doy el vale para que lo espere tomándose un café.

–Bueno, te espero. ¿Adónde lo estaciono?

–Corrameló para allá atrás; o lo muevo yo si quiere.

El playero estacionó el auto a unos metros de donde estaba y, otra vez, al bajar, volvió a mirar hacia la esquina.

Dentro del minimarket de la estación de servicio la tensión persistía. Patricia pidió un cortado y se llevó el diario a la mesa. El horóscopo le confirmaba que sus dudas e indecisiones la afectarían mentalmente, le aconsejaba no desesperar porque de a poco se revertiría esa tendencia negativa. Capricornio es así, pensó.

–Sí, sí, está ahí. Sigue ahí –la encargada del lugar hablaba por teléfono con alguien–. Estoy segura. Yo no me moví ni un minuto de acá.

Uno de los playeros entró, cruzó su mirada con la encargada y levantó las cejas como preguntando algo.

–Dice que esperemos. Yo aguanto cinco minutos más y llamo al Comando.

–Hacé como te dice él, que sea su responsabilidad. O que venga, decile que venga y se haga cargo, loco.

–Ya me dijo que ahora no puede venir. ¿Lito qué dice?

–Está haciendo un cambio de aceite, ahora le pregunto.

El diario parecía una copia del de ayer, antes de ayer, el mes pasado y el año pasado. El dólar, un accidente de tránsito, megaoperativo de drogas, el fútbol y los índices de la Bolsa. Siempre lo mismo. Eran las dos y media de la tarde y podía quedarse escondida ahí hasta las tres, así que lamentó no haber tenido algo para leer. Sobrevoló como una mera espectadora algunos grupos de whatsapp (yoga, Bariloche 93, Familia) y volvió a apagarlo. Le faltaba esa energía especial que hay que tener para participar de los grupos de whatsapp aunque no haya nada que decir.

Afuera su auto sigue donde lo estacionó el playero.

–¿Me podés decir qué lee? ¿Los volantes del piso?

–Se hace el que lee. Miralo, miralo, ahora se agarra del poste.

–¿Vos decís que es una batida?

–Ariana: falta que se ponga un cartel. Fijate lo inquieto que está. Sí, seguro, nos debe venir marcando desde hace mucho y nosotros no nos dimos cuenta.

La venta de una botella de agua mineral interrumpe el diálogo.

–Mirá, mirá, ahora va para mitad de cuadra. Si estuviera esperando el bondi ya se hubiera ido. Pasaron todos.

–Todos no –dice el empleado pelirrojo–. Falta el 35, el que va a San Lorenzo y a los pueblos de por ahí.

–Ah, a lo mejor se toma ese, tenés razón.

Patricia nota la preocupación en la cara de los dos cuando el sonido pesado del interurbano, el 35, pasa por la calle lateral. Siguen con los ojos el recorrido del micro, después observan la otra esquina y finalmente vuelven a mirarse.

Pasa algo, piensa, la mujer. Busca el punto exacto en el que desembocan todas las miradas. Los empleados se ubicaron en lugares diferentes pero orientan las cabezas en el mismo sentido: la parada del colectivo, el poste azul plantado a unos treinta metros de donde está ella ahora. Sobre el umbral de una casa hay alguien sentado.

–Llamá, llamá, Ariana, mejor que sobre y no que falte.

–Sí, pasaron siete minutos. Yo controlé –dice la encargada haciendo repiquetear el dedo índice sobre la tapa de su reloj–. Son las catorce treinta y siete. No, treinta y ocho.

Todavía le queda algo del cortado liviano que le prepararon. Simula leer el diario pero perdió atención en él y en sí misma. Dejó de pensar en el pedido que le hizo su amiga; detuvo la búsqueda de fotos que confirmaría si esos aros de aguamarina que terminó hace un mes son tan azules como los que necesita Sandra. Atrás quedó la noche de insomnio, la jaqueca golpeándole la cabeza hasta el amanecer. Olvidó el horóscopo que insistió en su inseguridad. Se convirtió en una espectadora invisible y los actores quedaron congelados esperando ser vistos para existir. Los recorre uno a uno: la chica, el playero que la atendió, y el otro, de pelo colorado furioso. Del otro lado de la calle: alguien.

–Hola, sí, mire, llamo de la estación de servicio Automás de Mitre y Las Flores. Hace casi una hora que hay un pibe raro, muy raro. Si, tiene puesto algo azul, una campera pesada y gorrita con visera. La gorra es azul, también. Todo azul. Se sienta, se para, lee volantes del piso y mira para acá, siempre está mirando para acá.  Bueno, esperamos, pero mire que es urgente.

La encargada corta la comunicación y vuelve al mostrador. Hace una seña con la mano al playero pelirrojo que abre la puerta y le pregunta si llamó.

–Sí, ahora vienen. Bah, de acá a media hora me dijeron.

–Se toman su tiempo. Tranquila, que acá estamos todos.

–Nos la van a dar, seguro. Esta vez sonamos. Yo me guardo la guita de la caja en la riñonera, por las dudas.

Los empleados advierten que Patricia sigue ahí. Es la única clienta desde hace un rato. Ella supone que si estuvieran solos seguirían hablando. Empieza a entender.

Son las catorce cincuenta y cinco, la temperatura es de veinte grados y un sol radiante brilla sobre la ciudad de Rosario; el otoño se hace sentir, amigos, a disfrutarlo, a vivirlo, que el otoño es como otra primavera. Después, una música estridente comienza a irritarla. Las radios están demás en los lugares públicos, piensa. Mira el reloj y decide pagar. Mientras se acerca al mostrador escucha a la empleada hablar por teléfono nuevamente.

–Estamos esperando que vengan. Sí, sigue ahí –le dice a alguien aunque recibe el vale de Patricia y está atenta a su presencia–. ¿Algo más, señora?

La chica sigue hablando mientras guarda el cupón.

–Gracias, señora –le dice sin mirarla y continúa la charla telefónica–. Sí, me dijeron que venían en la próxima media hora, todavía no se cumplió. ¿Qué hace el pibe? Nada, se para, camina, se sienta. Nada.

Apenas abre la puerta de vidrio para salir, la luz la obliga a ponerse los lentes de sol.  Como una ráfaga el chico de la gorra azul le pasa por al lado y entra al minimarket de la estación. No logró verle la cara, sólo sintió el roce brazo derecho y un perfume fuerte y masculino. Levantó la vista y, tal como esperaba, encontró a los empleados congelados y mirando hacia adentro.

Camina hasta su coche y el playero sigue parado, inerte.

–¿Te pago a vos?

–Sí, ahora le traigo el ticket.

Ella sube al auto. Las llaves están puestas. Mientras acomoda su billetera percibe que algo está cambiando afuera. El chico de la gorra azul sale corriendo, mirando hacia la esquina. Tiene las manos en los bolsillos y la visera le tapa la mirada. Parece alguien sin ojos. Por el recuerdo del brazo fuerte contra su cuerpo supone que es muy joven, quizás deportista también.

Los dos empleados caminan hacia la encargada que está inmóvil en la puerta del minimarket. Terminan uno al lado del otro.

 –¿Qué te pidió? –pregunta el colorado.

–Una caja de fósforos compró.

–Para mí que tenía un arma, ¿viste que nunca sacó la mano izquierda del bolsillo? Ya van a venir, metámonos adentro.

–¡Estos guachos no llegan más! –murmura la encargada.

Patricia hace tiempo en su auto aunque ya podría irse. Esperó tanto que ahora quiere estar. No sabe qué va a pasar pero quiere estar. Quiere escuchar cuando esos diálogos se crucen entre sí. VENIS A COMER HIJA?, insiste su madre. Contesta con un “OK” apurado que tipea mirando hacia la esquina y a los empleados que quedaron adentro del minimarket.

El chico de la gorrita volvió a la esquina y sigue de pie como en pausa, esperando algo. Patricia tiene que arrancar y salir de ahí, pero en vez de hacerlo por la calle paralela, quiere tomar la de enfrente, quiere verle la cara. Gira, bordea la estación y en ese instante aparece una chica desde el costado derecho. Camina a la par de ella. Lleva dos o tres bolsas de plástico y sonríe. Con la mano libre saluda a alguien. Patricia detiene el coche antes de hacer una mala maniobra, usará la entrada del lugar como salida. La chica también espera antes de cruzar. A pesar del semáforo en verde el chico de gorrita atraviesa la calle corriendo. Llega hasta la chica y Patricia los ve abrazarse. Las bolsas rebotan sobre la espalda del muchacho. Se nota que ella descansa en ese abrazo, se afloja, se suelta. En el espejo retrovisor están las siluetas de los tres empleados de la estación. Ellos también son testigos de ese abrazo desmedido, amoroso, inesperado.

Cambia el semáforo otra vez, así que tiene unos segundos más para mirarlos. El chico se saca la gorrita azul y se la pone a ella. Ahora sí le ve los ojos rasgados. Cruzan la calle y se van caminando hacia el sur. Patricia mira la hora justo cuando se empieza a oír una sirena. Por suerte, siempre llegan tarde.

Publicado en la ed. impresa #07

Por Gabriela Gervasoni

Nació en Rosario en 1972. Es abogada. Desde el año 2013 colabora periódicamente con contratapas en el Suplemento Rosario/12 del Diario Página/12. Es coautora de la novela colectiva Las chicas de Adriana (Homo Sapiens, 2014) y forma parte de Antologia de la calle inclinada (Libros de la calle inclinada, 2017). Participa de distintos talleres dictados por Marcelo Scalona desde el año 2003. Su primer libro de cuentos Abrazar a Chen se encuentra en etapa de edición.

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