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Barullo semanal

Adrián Abonizio: «Lalo de los Santos constituye el modo de nombrar al amor»

Recordar a Lalo es para mí un oxímoron, como decir «la música callada» o » el estrepitoso silencio». No lo evoco: está en mí casi cotidianamente y no se ha muerto. Literalmente -y lo voy a contar al final-se ha ido a vivir conmigo.

Cuando me mudé a Buenos Aires en los años mozos en busca de comida y música me llamó a mi casa y cordialmente me susurró «Yo sé lo que estás sintiendo. Venite a mi departamento que te lo digo». Cuando llegué fue como arribar a un claro de la selva después de casi sucumbir en la jungla. Sabía que me sentía solo, que corría la coneja y que precisaba tocar y cantar.

Armamos un dúo -a veces cómico- y como Artistas de la Legua recorrimos bares, plazas, poblados. Lo que ocurrió en todo ese itinerario de años espero algún día poder narrarlo; está plagado de peligros, ternura y fundamentalmente humor.

Fuimos como dos «amici miei» saltando las alambradas de los campos para que el dueño no advirtiera que le habíamos robado los choclos, sus hijas o su vieja mandolina mientras dormía en su confort. Así, con la ley de los gitanos andábamos.

Aprendí tanto de él que constituye el modo infinito de nombrar al amor. Me sosegó el carácter, impidió que me rompieran los huesos, me protegió y me enseñó el fino arte de la burla cariñosa, me dio ciudadanía de tipo gracioso y me despegó del emblema que cargaba en mi solapa: el rencor por el mundo y que él ayudó a canjear por un contemplar a las criaturas que lo habitan con condescendencia, piedad y sabiduría.

Me salvó de morir en el intento de chocar contra todo. Fue un guía sin brújula pero eficaz, fue un músico completo y un compañero de aventuras irreemplazable.

Su hijo, allá en Nueva Zelanda sabe todo lo que nos quisimos. Antes de irse me dejó como un mensaje de vida precioso: «Deciles a los muchachos -los de la Trova- que no se peleen. Es una pérdida de tiempo». Y partió. Hoy está conmigo en casa momento donde Central yace o revive, en cada chica que te mira, en cada tipo perdido, en casa rincón, siempre con chistes y abrazos.

Cuando escribí que «se ha ido a vivir conmigo» es así tal cual. Todo es atemporal. En una vieja casa de Rosario donde vivía con mi hijo, escuchábamos pasos en el techo, ruidos incomprensibles, música insólita y hasta una voz que me llamaba. Consultamos a unas chamanas y vinieron una tarde de sábado. «Es un señor morocho que está en la casa y que quiere protegerlos, se llama Eduardo», dijo una. «Además busca consuelo y un poco de reconocimiento; es un tipo muy generoso que delegó parte de su obra por los demás». Yo lagrimeé y mi hijo también «Ahora vamos a soltarlo» «¿Por qué?» la inquirí. Me miró seriamente : «Para que sepa que ya está , que ya hizo su trabajo y que debe seguir viaje». No muy convencidos le dijimos que sí y mientras hacían su magia, nos fuimos con Ciro a tomar un café. Al volver se había ido. Pero siempre está y estará conmigo. Porque lo sigo necesitando como al Gran Maestro Imperfecto de mi corazón.

Adrián Abonizio escribió este texto especialmente para Télamagus

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