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Barullo en papel Crónicas

Diarios (rosarinos) de bicicleta

Recorrer la ciudad a pedal hace que uno se siente más en contacto con la vida real.

El semáforo de Oroño y Pellegrini se pone en rojo. Alguien con una caja mediana en un brazo y tres turrones en la mano del otro se acerca al primer auto detenido en la fila.

—¿Me comprás? Tres por treinta.

El conductor no le compra.

El siguiente tampoco.

Ni el tercero.

El semáforo cambia a verde y el vendedor se toma un recreo. Deja la caja en el suelo, se tira sobre el pasto de la rotonda, mete la mano en el bolsillo y saca algo. Es un auto de juguete. Un autito verde.

El vendedor de turrones, que debe tener siete u ocho años, se pone a jugar acostado de espaldas al Museo Castagnino e imitando el sonido de un motor.

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Contemplo la escena mientras voy en bicicleta. Día por medio, haga frío o calor, pedaleo por la ciudad y sus alrededores, incluso algunos caminos rurales. No soy el único: en la calle cada vez somos más los que vamos en bici, por necesidad o porque simplemente nos gusta, aunque pedalear por Rosario tenga una buena dosis de riesgo y aventura. Es que la ciudad es un lugar hostil para los ciclistas. Cualquier ciudad, y Rosario en especial, plantea desafíos para quienes pedaleamos. La culpa es de quienes la habitamos. La falta de espacio, el apuro, el individualismo extremo, la intolerancia, la ansiedad colectiva, la anomia, la inseguridad (y también la sensación de inseguridad), los conductores de vehículos a motor, el mal estado de la mayoría de las calles, la invasión de motos en las ciclovías: todo eso y mucho más conspira contra el placer de recorrer en bicicleta los mismos lugares por los que andamos en auto, en colectivo o a pie.  Se me ocurre un silogismo: “Rosario no es una ciudad amigable para los ciclistas».

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Pedaleo por calle Anchorena, en  barrio Roque Sáenz Peña. Hay un carro tirado por un caballo. El animal es joven y está bien cuidado, al revés de muchos otros que todavía son utilizados para la misma tarea. En el carro van dos chicos: uno tendrá doce años y el otro no debe llegar a los seis. Ambos tienen guantes. El más grande baja del carro de un salto. Con un segundo y acrobático movimiento se zambulle en el contenedor de basura. Rompe una por una las bolsas y en una rápida operación separa lo que le interesa: papel, cartón, plástico, vidrio. Arroja cada desperdicio en una bolsa distinta, todas acomodadas con prolijidad en el carro. Las botellas de plástico las tira al suelo y el nene más chico se pone a juntarlas. Las guarda dentro de otra bolsa colgada en la parte trasera del carro. Recoge hasta la última mientras su compañero de tareas  revisa otra vez el contenedor para no dejar nada que les sirva. Cuando terminan, el nene más grande chequea que todo esté bien sobre el carro y una vez satisfecho se sube y le da la señal al caballo para que arranque. Todo transcurre en unos tres minutos y en ese lapso los dos chicos no pronuncian palabra, aunque hacen un perfecto trabajo en equipo que ojalá imitaran los gerentes del gobierno de Mauricio Macri o los funcionarios militantes del socialismo santafesino. Alrededor del contenedor no queda ni siquiera un papel sobre el suelo. Se van y un minuto más tarde detienen el carro frente al contenedor de la cuadra siguiente. Y entonces la tarea vuelve a comenzar.

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Perros. Cuando circulo en bicicleta por la ciudad y los alrededores les presto atención a los perros. Me gustaría parafrasear a Gay Talese y afirmar que en Rosario hay, digamos una cifra al azar, 582.721 perros (Talese «contó» las hormigas de Nueva York en una crónica brillante que pueden leer en Retratos y encuentros), pero no es posible.  A propósito de perros urbanos, creo haber descubierto algo: los que esperan el ocaso del día en las puertas de los cementerios son animales tristes. He llegado a preguntarme si perciben que los rodea la muerte. Pienso en un hermoso ejemplar marrón que vi dormitar en el ingreso al viejo cementerio La Piedad, en Provincias Unidas y 27 de Febrero. Es enorme como un ternero y manso como la mirada de un bebé, pero a mí me pareció taciturno. Decidí que la próxima vez que pase por allí voy a detenerme un instante para hacerle una caricia.

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En Córdoba y Donado un auto avanza lento por la avenida infestada de vehículos. De pronto pierde la línea, golpea contra el cordón de la izquierda, se sube al cantero central y termina recostado contra una columna del alumbrado público. El conductor está inclinado hacia adelante, apoyado sobre el volante. No tiene heridas ni golpes visibles. No se queja. No se mueve. Minutos después llega la ambulancia. El dictamen médico es casi inmediato: “Paro cardíaco”. El hombre está muerto.

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Hay olores que se huelen siempre al pasar en bicicleta por ciertos lugares de la ciudad. En la avenida Arturo Frondizi y Nansen el aire apesta a los restos de pescado que los trabajadores de una cooperativa arrojan a un contenedor de basura. Es un olor denso que parece flotar en diez metros cuadrados a la redonda. Cuando estoy a punto de pasar por allí contengo la respiración para atenuar el mal momento. Por fortuna pasa rápido.

Durante el verano, en la amplia curva del Gigante de Arroyito y el club Regatas Rosario el aroma almendrado de las pantallas solares transporta los pensamientos a una imaginaria playa marítima. Me agrada ese olor, que a veces también se percibe en la rambla Catalunya o cuando uno pedalea por el tramo que pasa por detrás del balneario La Florida.

Se siente olor a pan frente a las panaderías, a humedad frente a los edificios en construcción y a monóxido de carbono en todos lados, sobre todo en el túnel Arturo Illia, debajo del Parque España, y en el Celedonio Escalada. Un cartógrafo que se desplazara en bicicleta podría hacer un mapa de los olores de Rosario. El que se percibe en las proximidades del Paraná podría ser la síntesis de todos ellos.

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Un amontonamiento de gente despierta mi curiosidad en una callecita del barrio Sarmiento. Parece que alguien ha cometido un hurto en una obra en construcción. Lo advirtieron los albañiles cuando llegaron temprano a trabajar. Vino la policía, primero un móvil, después otro y finalmente un tercero. Al menos uno de los tres es lo que llaman «patrullero inteligente». Ya pasaron dos horas y los vehículos policiales siguen allí, uno de ellos estacionado en doble fila y por lo tanto en infracción. Hay como diez agentes. Cada uno lleva en la mano un cuaderno y una birome. Cuaderno y birome parecen para ellos tan imprescindibles como el arma reglamentaria. Los policías van y vienen, hablan entre ellos, parece que intercambiaran información valiosa para esclarecer el caso de hurto. De vez en cuando uno anota algo, o hace como que anota. Alrededor se ha reunido una especie de tribuna: vecinos curiosos atraídos por tanto despliegue que quieren saber qué pasó, por qué están ahí, cuál ha sido el episodio de inseguridad esta vez.

—La semana pasada a una mujer le robaron la cartera en la calle, llamamos al 911 y el patrullero vino veinticinco minutos después-, comenta uno.

Los espectadores de la investigación policial que ahora observo desde mi bicicleta tal vez suponen que lo que pasó ha sido algo grave. Se percibe en sus miradas y en sus comentarios por lo bajo:

—¿Por qué hay tantos?-, pregunta otro vecino con una lógica que nadie se atrevería a poner en cuestión.

—¿A quién mataron?-, agrega un tercero como si fuese un hecho en  que hubo un asesinato. Los policías se comunican con una central, parece que reciben directivas, cuando cortan aceleran el paso y al rato otra vez todo vuelve a parecer una fotografía: un número inusitado de policías mirando la obra en construcción de donde alguien se llevó ladrillos o herramientas, y una cantidad de vecinos observando a los policías que miran la obra en construcción de donde alguien se llevó ladrillos o herramientas. Algunos vecinos se aburren y empiezan a irse.

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Cuando era niño pedaleaba por los caminos polvorientos de la tierra colorada, entre montes de árboles autóctonos y pinares de especies trasplantadas para fabricar pasta de celulosa. Iba desde mi casa en un paraje rural hasta el pueblo, un recorrido de subidas y bajadas vertiginosas que recorría en una Graciela para hacer la compra del día: el pan, la carne, la leche. Ida y vuelta eran doce kilómetros. Al llegar a casa las piernas latían como una bomba a punto de estallar. También el corazón. Es que, además del esfuerzo físico, en esos caminos misioneros acechaban ciertos peligros. Las serpientes, por ejemplo. Cuando superaba cierto tamaño, una yarará podía verse desde lejos y sólo había que esperar a que atravesara el camino y se perdiera entre los pastizales. Pero una coral era casi invisible y eso la convertía en algo temible. Muchos años después sigo pedaleando, aunque ahora recorro un paisaje urbano donde no hay árboles de treinta metros sino torres de cien y en el que acechan otras amenazas.

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Fuma el chofer. Fuman los dos pasajeros. En el taxi con el que acabo de cruzarme en Mendoza y Wilde, cerca del Mercado de Concentración, no hay desacuerdos.

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Horacio Quiroga, antes de ser el Horacio Quiroga que muchos admiramos, andaba mucho en bicicleta. Cuando aún vivía en Uruguay hizo una travesía desde Salto hasta Paysandú y luego redactó una crónica sobre ese viaje de dos días. Llevo años buscando una imagen de aquella aventura, sólo para saber cómo era la bici en la que pedaleaba el autor de Cuentos de amor, de locura y de muerte.

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—¡Paños, paños!

Desde la bici escucho a un hombre que zigzaguea entre una horda de vehículos manejados por conductores ansiosos que esperan la luz verde del semáforo. En la mano derecha lleva una de esas franelas de color anaranjado que se usan para lustrar muebles o el interior del auto, y en el antebrazo derecho otra pila prolijamente acomodada. Cada vez que pasa frente a la ventanilla de un conductor saluda con un “buenos días” que parece fuera de contexto en la jungla en la que se mueve. Cuando el mismo conductor rechaza su oferta de paños a un precio módico (la mayoría la rechaza y, de hecho, ni siquiera lo registra), él repite otro gesto de cortesía infrecuente en la calle:

—Muchas gracias- dice.

Todo sucede en la esquina de Ovidio Lagos y Santa Fe a media mañana, cuando el tráfico es infernal y la gente, en sus vehículos o a pie, va muy apurada. El hombre que vende paños viste un traje gris, una corbata de un color rosa viejo y unos zapatos de punta marrones.

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En bicicleta intentaron asaltarme debajo de la cabecera del puente a Victoria. El ladrón me apuntó con un arma y gritó (es literal, aunque suene a lugar común):

—Pará o te quemo.

Me dio un culatazo en el casco. Siempre pensé que el revólver no funcionaba, que lo usaba para asustar, pero en los treinta segundos posteriores a ese golpe sobre mi cabeza sentí más temor que en toda mi vida: esperaba el tiro por la espalda mientras aceleraba hasta el límite de mis fuerzas. El ladrón se quedó con las ganas y gracias a unas indagaciones posteriores supe que robaba bicicletas que luego desaparecían en una especie de Triángulo de las Bermudas ubicado dentro del remanso Valerio. Había ciclistas que hasta conocían su apodo y era difícil pensar que la policía no lo conociera.

En bicicleta me caí mientras iba a 32 kilómetros por hora por la calle Comenius, en la parte vieja y bonita de Fisherton. Los huesos se soldaron bien con las cirugías, pero sé que los dolores se harán sentir para siempre.

En bicicleta conocí gente, canté, rogué por mi sobrino nieto de apenas meses de vida con cáncer, hice planes, organicé viajes, me emocioné por la belleza de algún paisaje del río, soñé travesías, tomé cientos de fotografías, discutí, pedí disculpas por una chambonada, fui al consultorio de mi odontóloga a que me sacara una muela, agradecí, visité a un amigo en Serodino, fui testigo de varios choques y un asalto, disfruté, me cansé, sufrí dolores de todo tipo.

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Atravieso el parque Urquiza y veo a una pareja. La mujer está de espaldas y carga en brazos a un niño pequeño. Es gorda, viste la camiseta de Ñuls y parece físicamente muy fuerte. Él es más flaco y bajo, y tiene los antebrazos tatuados. Se besan, pero mientras lo hacen ella da un grito. Al principio no entiendo por qué. La escena se prolonga unos segundos y entonces todo queda claro. No están besándose como lo hacen dos personas que se quieren: él la está intimidando y la obliga a simular una escena amorosa para que nadie note lo que en verdad pasa. El chico al principio los mira con una expresión de angustia, pero al oír el grito de la madre cambia a una mueca de miedo. Cuando el nene empieza a llorar el montaje del beso termina. El hombre ya no puede evitar que varios testigos miremos y que incluso alguien llame a la policía.

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Algunas veces pensé en proponer que una vez al año los amantes de la bicicleta podamos hacer el cruce del puente a Victoria. Como un maratón, pero en bici. Estoy seguro de que seríamos. Hasta podría ser un acontecimiento solidario, un encuentro de ciclistas para ayudar a alguien. Si fuésemos desde el Monumento hasta el peaje, ida y vuelta, ni siquiera habría que cerrar el tránsito, porque la calzada sobre el puente principal tiene dos manos de cada lado. Sería emocionante ver la ciudad y el río mientras pedaleamos.

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Subo por la avenida San Martín de Granadero Baigorria rumbo a Tifón, el destino preferido de casi todos los ciclistas aficionados de Rosario. Otra bicicleta va unos cien metros adelante. El ciclista lleva buen ritmo pese a que a esa hora el tráfico se asemeja a un volcán en erupción y obliga a ser cuidadoso. Lo alcanzo en una pendiente suave con casuarinas y casas bajas a los costados. Recién entonces advierto que el hombre pedalea con una sola pierna. La otra ya no la tiene, quien sabe desde hace cuánto y por qué.  Cuando lo sobrepaso le digo algo amable y me devuelve una expresión de satisfacción por su esfuerzo.

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Hay al menos dos motivos por los que pedalear puede convertirse en una actividad adictiva: el primero es el ejercicio físico y el segundo es que permite ver mejor el entorno, ser parte de él. Hay una cercanía con lo que se ve desde la bicicleta que algunas veces genera perplejidad y asombro.

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Vuelvo a Rosario después de llegar hasta Zavalla por caminos rurales. En la entrada a Pérez veo a dos chicos sentados en el umbral de una casa. La casa, muy humilde, se levanta en un suburbio, donde la pobreza es más visible. Los chicos están vestidos con guardapolvos y por la hora es evidente que están por salir hacia la escuela. El nene se ata los cordones, sentado en el pequeño escalón que hay frente a la puerta de la casa. La nena trata de ayudarlo en esa tarea. Algunas gallinas merodean en torno de ambos y no se ve a nadie más, ni un padre ni una madre que salgan a despedirlos. Delante de la casa hay barro, mucho barro, y un charco de agua sucia. Sospecho que cuando salgan tendrán que pasar por allí, embarrarse como se embarran las gallinas. A último momento se suma a la escena un perro que llega corriendo y los olisquea.

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Escribe el genial David Byrne en Diarios de bicicleta que recorrer las ciudades a pedal hace que uno se sienta más en contacto con la vida de la calle.

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Un señor viejo y cansado pasea a un perro viejo y cansado por una vereda de Ovidio Lagos al fondo, cerca de la jefatura de policía. Caminan con la misma cadencia, renguean de la misma pierna, descansan mirando el suelo, acaso vencidos por el tiempo, tal vez resignados.

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Andando en bicicleta por la ciudad vi cientos de escenas que por alguna razón quedaron fijas en mi memoria. Un artista callejero tocando el trombón en Lagos y Pellegrini. Un nido de hornero que estuvo por años en un poste del cerco perimetral del aeropuerto. Un albañil «construyendo» un barquito de papel y poniéndolo a navegar por un hilo de agua al lado del cordón cuneta, en Rioja casi Mitre. Un ciclista imprudente que circulaba con las manos sueltas del manubrio, auriculares en los oídos y el teléfono en la mano en Avellaneda y Montevideo. Una pareja de ancianos discutiendo en la calle en un sitio que no recuerdo.

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La nena más grande no debe tener ni seis años años. La otra tal vez llegue a los cuatro. Cuando el semáforo en rojo detiene a los autos en Presidente Perón y Felipe Moré, en Villa Banana, ellas se ponen a trabajar. Desde la ciclovía donde me paro a mirarlas me parece advertir que ofrecen unas estampitas a cambio de lo que quieran darles.

Un patrullero de la policía santafesina estaciona donde están las pequeñas pero esta vez la situación se invierte: es uno de los policías el que les ofrece algo a ellas.

—¿Quieren agua?

Hace tanto calor que el sol inflama el asfalto y hiere los cuerpos. La gente va de mal humor y yo busco con la mirada desde qué sombra de los alrededores los padres controlan a las hermanitas.

El policía que va a la derecha le acerca a su compañero una botella de agua. Es una botella grande, de un litro y medio. Desde mi lugar veo que el agua está fría. La veo tan bien que casi llego a desear que el policía me convide.

El otro policía, el que maneja, le pasa la botella a la nena más grande. Ella, feliz, se atraganta con un par de sorbos y luego se la pasa a la más chica. Tiene que ayudarla porque para la otra nena, que es más chiquita, la botella pesa demasiado. Ella también toma unos cuantos tragos y luego devuelven la botella al conductor de la patrulla.

El policía toma un trago y se la pasa al compañero, que hace lo mismo. Las nenas se ríen, divertidas. Los uniformados también. Me parece ver que la nena más grande ofrece una estampita en recompensa y que el policía lo rechaza. Le dice algo y arranca. Las nenas vuelven a su trabajo.

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«Cuando pedaleas solo se te va un poco la cabeza», escribió un ciclista y periodista español en la maravillosa crónica de un viaje en bicicleta por los Pirineos, desde San Sebastián hasta el Mediterráneo. Se llama Ander Izaguirre y pienso que tiene razón.

Foto: Jorge Salum

Publicado en la ed. impresa #01

Por Jorge Salum

Periodista. Trabajé en la revista Risario y en Rosario/12. Soy prosecretario de redacción de La Capital, además de escribir en otros medios rosarinos y de otras ciudades. Soy un ciclista aficionado y un cicloturista incipiente. Como David Byrne, donde voy trato de andar en bicicleta.

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